domingo, 12 de abril de 2009

¿Fin de ciclo?

Acabamos de ser espectadores de un nuevo cambio de gobierno, menos de un año después de que el anterior hubiera entrado en funciones. Con independencia de que los nuevos ministros nos parezcan mejores o peores que sus antecesores, de que el reparto de responsabilidades sea mas a menos razonable que antes, de que el nuevo organigrama sea mas o menos eficaz que el previo, habría que hacerse una pregunta básica: ¿Qué significado tiene el cambio de gobierno ahora?. ¿Es que el anterior era insostenible, por culpa de la crisis, como dicen algunos?. ¿Es, acaso, el primer síntoma de la crisis imparable del partido socialista?. ¿O estamos ante algo mas profundo, una crisis del sistema que se puso en marcha en el momento de la transición?. Yo creo que se trata del inicio de esto último y voy a intentar demostrarlo.

He re-leído hace poco los volúmenes dedicados a la restauración y al primer tercio del siglo XX de la monumental historia de España dirigida por Tuñón de Lara y publicada por Labor. Los autores ponen de manifiesto la idea de que al inicio del siglo XX, sobre todo después de la muerte de Cánovas, el sistema que tan eficaz había sido para mantener la alternancia de los partidos conservador y liberal durante 40 años, se convierte en inútil porque no es capaz de integrar los dos acontecimientos mas importantes y novedosos que aparecen en la España de aquella época: el desarrollo del movimiento obrero y la aparición de los nacionalismos. Lejos de encontrar el mecanismo de responder a estas nuevas realidades sociales e integrarlas en el sistema político vigente, los partidos de Cánovas y Sagasta –ya sin Cánovas ni Sagasta- continúan con la monótona alternancia de partidos en el poder y con gobiernos cada vez mas débiles y más efímeros. Se produce un distanciamiento cada vez más progresivo entre la “clase política” y la “calle”.

No puedo evitar las comparaciones entre aquella época y la nuestra. El problema territorial de la España invertebrada sigue tan espinoso o más que hace un siglo. La transición democrática hizo una serie de concesiones, que en su momento se consideraron necesarias para poner en marcha un proceso, sin duda, erizado de dificultades. Los políticos con responsabilidades prefirieron aceptar las reivindicaciones, muchas veces peregrinas, de cualquier cacique territorial –Segovia estuvo a punto de ser reconocida como comunidad autónoma independiente- que aprovechar la ola de internacionalismo que se produjo con la adhesión a la Comunidad Europea para imponer un modelo de gestión basado en la racionalidad.

Ahora tenemos 17+2 gobiernos autonómicos, 17+2 parlamentos regionales, 17+2 tribunales superiores de justicia, 17 sistemas de salud, muchas veces inconexos y con frecuencia no equivalentes. Esta división territorial absurda no ha acabado con la espiral de las reclamaciones pues cada concesión trae aparejada una nueva solicitud. Ha abolido de hecho el principio de libre circulación de los trabajadores y de los profesionales existente en la Comunidad Europea, pues los requisitos para trabajar como médico, o como maestro, como juez o como bombero, como notario o como enfermera, son distintos en Madrid y en La Rioja, en Andalucía y en Cataluña, en Canarias y en el País Vasco. Ese despropósito autonómico ha encarecido el gasto público, disminuido la eficacia, creado una clase política numerosa y privilegiada, y aumentado de forma espectacular el número de restaurantes con estrellas Michelin en las capitales de las 17 +2 comunidades autónomas.

Se ha producido una sustracción del papel de la sociedad civil por parte de una clase política que, aunque prescindiéramos de los numerosos casos de corrupción, es muy numerosa, bien mantenida, goza de numerosos privilegios, recibe sueldos institucionales a los que las mayoría de sus componentes no podrían aspirar en base a su capacidad personal, nivel educativo y méritos; y en muchos mas casos que menos simultanea, sin pudor, la actividad parlamentarias con otras ocupaciones lucrativas. La clase política, por lo general, carece de ideología pero no de intereses de cuerpo, solo se empeña en vituperar al contrario; actúa con prepotencia y arrogancia; goza de un enorme margen de discrecionalidad; ocupa un espacio desproporcionado a su verdadera importancia en los medios; y cuando se retira de la vida pública –y a veces estando en ella- deviene miembro de consejos de administración de grandes empresas con sueldos multimillonarios de estrella mediática, deportista de élite o cantante de fama. ¿Cómo podemos suponer que los jóvenes mil-euristas, que tienen una formación superior a la de generaciones anteriores, un empleo inseguro, y una sensación de incertidumbre continua, van a integrarse en el sistema?.

De modo que lo que estamos viendo es que los jóvenes cada vez votan menos, a pesar del lavado del cerebro de las campañas electorales; que estatutos de autonomía que han supuesto meses de trifulcas y negociaciones no importan a nadie y son refrendados tan solo por el silencio. Esta farsa cada vez nos interesa menos. Y, cuando eso ocurre, lo primero que se desmoviliza es la izquierda.

¿Qué puede ocurrir con la crisis?. Lo que sería deseable es que la crisis económica sirviera de revulsivo para poner patas arriba el sistema. Se ha producido ya el primer paso. Los grandes ejecutivos de las grandes empresas, esos que se benefician de sueldos y privilegios millonarios, los que reciben sueldos y primas equivalentes a los de centenares de trabajadores, que antes se consideraban rol-models del éxito, personajes a imitar, empiezan a ser denigrados y, en algún caso, por desgracia todavía demasiado infrecuente, han comenzado a sentirse amenazados. Cabe confiar en que si la crisis se alarga esa percepción se extienda a los deportistas de élite, que tienen sus residencias en paraísos fiscales, en los que no pagan impuestos; a los políticos derrotados que se lamen las heridas en los consejos de administración; a los pícaros de toda clase y condición que mantienen sus privilegios a costa del resto de la pobre gente. Si eso ocurriera, si la crisis sirviera para convertir a héroes en villanos, tendría algún aspecto positivo.