sábado, 5 de septiembre de 2009

El futuro de la Medicina (publicado en izona de julio de 2009)

El sistema sanitario español, a pesar de sus deficiencias, incomodidades y retrasos, es uno de los mejores del mundo, tanto por su calidad como por la universalidad de las prestaciones hasta el punto de que profesionales y beneficiarios a veces tenemos la sensación de ser poseedores de todos tipo de derechos, sin limites. Sin embargo, el crecimiento continuo de las posibilidades de curación, que se acompaña de un aumento de los costes, junto a la limitación de los recursos disponibles, agravada ahora por la crisis, plantean problemas de supervivencia a medio plazo, lo que nos obliga a plantearnos el futuro de la asistencia sanitaria y su financiación.

Los españoles gastamos en asistencia sanitaria unos 1200 € por persona y año, en lo que se refiere a gasto público, unos 48.650 millones de euros en 2006. Esta cifra se divide en 4 grandes bloques: 48% en gastos de personal, 25% en la compra de bienes y servicios, 22% en gasto farmacéutico por receta y el 4-5% restante en inversiones. El gasto público supone aproximadamente el 70% del total. El gasto privado, alrededor de un 30%, está aumentando porcentualmente de forma progresiva durante la última década. La suma de gasto sanitario público y privado en España supone una cifra aproximada del 7,5% del producto interior bruto (PIB), bastante estable durante los últimos años, y muy por debajo de la media de los países de nuestro entorno como puede verse en la tabla 1.

Tabla 1. Gasto sanitario (en % del PIB) en países de nuestro entorno
País
Gasto sanitario
España
7,5
Francia
>9,5
Portugal
9,2
Italia
8,4
Alemania
10,7
USA
14,5
Fuente: Orszag PR, Ellis P. The challenge of rising health care costs-A view from the congressional budget office. The New Eng J of Med 357: 1793-1795, 2007.

Estados Unidos gasta en asistencia sanitaria 4,800 € por persona y año (44,4% en la sanidad pública y 55,6% en la privada) y ¡no tiene ninguna cobertura para el 15% de la población, es decir, 45 millones de personas! Si España ofrece una buena asistencia sanitaria con un costo inferior al de los países con los que nos comparamos es porque tiene unos gastos muy inferiores en la partida presupuestaria mas importante, la de personal. Nuestros servicios de urgencia parecen zocos persas a partir de la primera gripe de invierno, pero atendemos mejor y mas barato que nuestros vecinos porque pagamos menos a nuestros profesionales sanitarios, médicos y no médicos. Y quizás también porque mientras que en otros países de Europa el cuidado sociosanitario es competencia del estado aquí se carga, de manera insoportable, sobre las familias.

La demanda de servicios es ilimitada pero los recursos disponibles son cantidades concretas. El número y la calidad de las prestaciones sanitarias siempre puede aumentar y mejorar. Nuestro sistema sanitario garantiza una buena asistencia primaria y una buena asistencia hospitalaria general pero muchos de nosotros desearíamos que no hubiera listas de espera y que el médico tenga tiempo de atendernos sin prisa. Ambas aspiraciones, absolutamente legítimas, son incompatibles o incluso contradictorias, si no metemos mas dinero en el sistema. Si queremos que el médico nos dedique mas tiempo o contratamos mas médicos, o se alarga la lista de espera.

Lo mismo ocurre con otros problemas. Podemos pedir que nos financien el cuidado buco dental, o que haya recursos para tratar de forma gratuita a los pacientes que se someten a cirugía estética. Todo eso cuesta dinero y el asunto es cómo vamos a pagarlo. Los países de los que hemos hablado, que dedican mucho mas dinero que nosotros a sanidad, tienen también mucho mayores impuestos. ¿Estamos nosotros dispuestos a pagar mas impuestos para disponer de una mejor asistencia sanitaria?. A la mayoría de los político se les pondrían los pelos como escarpias antes de atreverse a plantearlo.

Prioridades con recursos limitados.

Si los recursos son limitados y, en todo caso, inferiores a la demanda es necesario establecer prioridades. La asistencia sanitaria se caracteriza porque los niveles básicos de atención se pueden conseguir con muy poco dinero pero cada nuevo peldaño que se sube en la escala de la calidad cuesta mucho mas y tiene una rentabilidad menor hasta llegar a un punto en el que la rentabilidad del nuevo paso es cuestionable.

Por ejemplo, un principio básico de la gestión sanitaria es que si se dispone de muy pocos recursos lo más eficiente es clorar las aguas. Cuesta poco y rinde mucho. Después, la salud materno infantil; luego la cirugía menor y la medicina preventiva. El problema surge cuando se quiere dar un salto en algunas patologías. Por ejemplo, la atención urgente de un paciente con un infarto cerebral por parte de un neurólogo de guardia disminuye la mortalidad y la incapacidad por infarto cerebral, en comparación con lo que ocurre cuando el paciente es atendido por otro médico, pero el efecto no es espectacular. En un hospital de 750 camas, con mil ingresos por infarto cerebral al año, la atención no especializada conlleva una mortalidad de un 10%, es decir 100 muertos al año, mientras que la del neurólogo estaría en un 9%, es decir 90 muertos. La diferencia de 10 muertos al año en el contesto de un hospital de mediano tamaño, es imperceptible. Contratar a un neurólogo de guardia cuesta casi 120.000 € al año. Algún gerente de una institución privada ha preferido con ese dinero contratar a un oftalmólogo y un anestesista que le operan 5 cataratas diarias, 25 a la semana, 100 al mes, 1000 al año, que le suponen unos ingresos de 1.200.000 € al año y los parabienes de los responsables políticos de la comunidad por contribuir al alivio de la lista de espera. Diez muertos mas y treinta inválidos innecesarios nadie los detecta y un millón de euros de beneficio son bien visibles. De modo que el problema importante es ¿quién toma las decisiones sobre las prioridades?

En los Estados Unidos y en los países anglosajones en los que la sociedad civil es fuerte muchas de estas decisiones quedan en manos de los profesionales y de los usuarios. En España, por desgracia, sin tradición de sociedad civil y con el lastre del código napoleónico, por desgracias, muchas de estas decisiones quedan en manos de los políticos y los gestores. Eso es terrible. Prueba de ello es la escasa innovación de las estructuras sanitarias que tardan mucho en adaptarse a las nuevas realidades, a las nuevas enfermedades y a los nuevos métodos asistenciales.

Se ha puesto demasiado énfasis en valorar la eficacia de los servicios sanitarios en base a la duración del tiempo de espera. Esto es peligroso. Mientras que no hay espera donde no hay esperanza un avance importante de la medicina crea nuevas expectativas y alarga la lista de espera. Podrían considerarse como índices de calidad, entre otros, los siguientes:

1. El tiempo medio de duración de cada visita en asistencia primaria.
2. El tiempo de espera para ser atendido por un especialista.
3. La facilidad para conseguir una segunda opinión de un experto en una comunidad autónoma distinta de la de origen o para conseguir ser tratado por un superespecialista en el caso de pacientes con enfermedades raras.
4. El tiempo de estancia en Urgencias antes de ser ingresado en el hospital.
5. El porcentaje de pacientes que consigue ser trasladado a un centro de rehabilitación después de un ingreso hospitalario por un proceso agudo.
6. El porcentaje de pacientes que son trasladados a centros de crónicos y no a sus residencias familiares
7. El porcentaje de autopsias clínicas entre los pacientes que fallecen en el hospital.
8. Las comorbilidades y la tasa de mortalidad de los distintos procesos.
9. En número de estudios de investigación clínica que se realizan en los hospitales por iniciativa de sus facultativos y no por la de la industria farmacéutica.
10. Los fondos de investigación pública y competitiva, procedente de distintas instancias (local, nacional, europeo, internacional), destinados a investigación, que captan los hospitales.

¿Tiene esto remedio?

Las soluciones no son fáciles y los caminos para conseguirlas han sido minados por los enemigos de la imaginación y enamorados de la rutina. Las transferencias sanitarias a las comunidades autónomas, en el año 2002, no solo no mejoraron los niveles de asistencia sanitaria sino que en muchos casos los han empeorado. Hay comunidades autónomas que por su tamaño, población y recursos no son viables desde el punto de vista de autonomía sanitaria. Incluso las mas importantes tienen dificultades para ofrecer el grado de excelencia que se requiere para ofertar una asistencia sanitaria de calidad en procesos de alta tecnología o en casos de enfermedades raras. De modo que a veces nos encontramos con el hecho de que determinados pacientes con enfermedades difíciles o raras no reciben el tratamiento adecuado o no son objeto de los estudios necesarios porque no se les permite obtener asistencia sanitaria fuera de su comunidad autónoma y a veces fuera de su área sanitaria. Y también a veces nos encontramos con que los ciudadanos se convierten en rehenes de sus gestores sanitarios que no dotan de los recursos sanitarios a los centros que de ellos dependen pero tampoco permiten que los pacientes que necesitan un determinado tipo de atención no disponible en su centro de referencia la obtengan en otro sitio.

De modo que uno de los requerimientos necesarios para una mejor asistencia es que el sistema se liberalice. El estado y las administraciones públicas tienen que garantizar pero no necesariamente controlar la asistencia sanitaria. La libre elección de médico y centro hospitalario, con las regulaciones que sean necesarias, es imprescindible. Y la autonomía de los hospitales, y la libre competencia entre los diversos centros sanitarios, también.

En segundo lugar es necesario que en nuestra sociedad haya educación sanitaria y debate. La educación sanitaria es fundamental porque hay muchas enfermedades que pueden prevenirse, cuya prevalencia puede disminuir de forma sustancial si la gente comprende como se adquieren. Y debe haber un debate público abierto. Cada vez conocemos mas enfermedades de carácter hereditario que pueden eliminarse con las modernas técnicas de intervención genética. Nuestros pacientes deben conocer estas posibilidades y tener acceso a ellas si lo desean. El debate debe incluir la discusión de las prioridades, los presupuestos y los mecanismos adecuados para equilibrarlos, incluídos los impuestos. El hasta donde queremos llegar en nuestra protección de la salud y cuanto estamos dispuestos a pagar en impuestos por ello debe ser objeto de discusión y decisión pública.

Hay que afrontar, por último, el problema de la educación de los profesionales sanitarios. La educación en nuestras facultades de Medicina ha sido terriblemente desvirtuada por el impacto del examen MIR. Es necesario volver a una educación que ponga más énfasis en los valores morales, en el cuidado del paciente, en la curiosidad científica, en el deseo por descubrir. Y no se puede abandonar la educación continuada en manos de la industria farmacéutica. Es necesario que o bien la asuman las autoridades sanitarias, como parte de un estipendio no dinerario de los profesionales, o que quede en manos de estos con las reformas fiscales correspondientes que permitan una desgravación sustancial por estas actividades. Este asunto es mas importante si cabe teniendo en cuenta la necesidad de una reacreditación periódica de los profesionales, que parece imprescindible, y que va a obligar a volcar en los aspectos educativos unos esfuerzos considerables.

Y, aún así, que tengamos suerte.

Rentable para Hacienda, bueno para la salud. Nada en exceso.

Tiene gran interés el artículo publicado por los profesores Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas, en “La Cuarta Página”, de “EL PAÏS, de 15 de agosto. Estoy de acuerdo con la idea básica que transmite, que puede ser un error exigir una jubilación forzosa e indiscriminada de nuestros profesionales, perjudicial para la sociedad y para los propios individuos, pero deseo realizar algunas matizaciones y precisiones. La sustancia de mi matización es que la opción de jubilarse o seguir desempeñando un puesto de responsabilidad profesional no es un derecho inalienable del sujeto sino que debe ser fruto de un acuerdo, revisable en el tiempo, en el que se tengan en cuenta no solo los intereses individuales sino los sociales. Además, los supuestos beneficios de la prolongación de la actividad profesional son plausibles, pero no probados.
Los profesores Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas citan el caso de Rita Levi Montalcini, una maravillosa mujer y científico ejemplar, que a sus cien años continua activa y con gran interés en la ciencia y en la sociedad, y que acude todavía de forma habitual al laboratorio. Ese caso podría servirnos de ejemplo para afirmaciones más matizadas que las del mencionado artículo. Porque la producción científica de Levi Montalcini durante los últimos años, 10 trabajos publicados en la última década, la mayoría de revisión o de carácter histórico, son mucho menos importantes que la aportación extraordinaria que realizo en la quinta década de su vida, trabajos que le valieron el premio Nobel en el año 1986. Y lo que tenemos que pensar es si el apoyo a la Levi Montalcini centenaria no se hace a costa de dificultar la tarea científica de otros muchos y muchas Levi-Montalcini, con medio siglo menos de vida a sus espaldas, pero con talento, ilusiones y capacidad de trabajo para hacer grandes aportaciones a la ciencia. Porque lo que ahora ocurre es que muchos de nuestros jóvenes talentos, con plazas conseguidas por oposición en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y en la Universidad no encuentran ni el espacio ni el apoyo necesario para desarrollar su actividad mientras que otras personas mayores, en las fases menos productivas de su trayectoria profesional, continúan en situación de privilegio.
No cabe ninguna duda de que la universidad española es una institución gerontocrática, en la que se accede a un puesto estable mucho después de que el candidato esté en las mejores condiciones de hacerlo. Y tampoco es discutible que el profesorado numerario de la Universidad y el personal científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas gozan de inmunidad funcionarial durante toda su vida. De modo que si queremos que nuestro país progrese estaría bien permitir que las personas valiosas pudieran mantener su actividad mas allá de los 70 años, pero sería estupendo que las personas incompetentes pudieran ser jubiladas mucho antes. O sea que el beneficio para la hacienda pública en particular y para lo sociedad en general no depende de que se acorte o alargue la edad de jubilación sino de que se permita trabajar a la gente valiosa, jóvenes o viejos, y se proceda a retirar de los puestos de responsabilidad a las personas menos productivas, respetando sus derechos.
Decía mi maestro, el Prof. Fred Dreifuss, neurólogo prestigioso de la Universidad de Virginia, que en la vida de un científico había tres etapas. En la primera, durante la juventud, se investigaba; en la segunda, de madurez, se administraba; y en la última, la presenil o senil, se enseñaba. Es verdad que el cerebro de los hombres cambia con el tiempo, pierde capacidades y gana otras. La curiosidad –lo que los angloparlantes denominan “novelty seeking behaviour”-, la osadía, la irreverencia hacia la ortodoxia, cualidades tan importantes para que la investigación científica sea original y valiosa, son cualidades del cerebro joven. La prudencia y el sentido del método, tan necesarios para la buena administración, son características del cerebro maduro. Y el amor por la juventud, el interés por lo verdaderamente importante son cualidades de quienes han comenzado ya el descenso desde la cumbre.
No debería considerarse un agravio que si un profesor de más de 70 años se pone a dirigir la tesis doctoral de un científico joven se le pida que cuente con un co-director mas joven, aunque esta solución se base solo en razones biológicas. La esperanza media de vida de los varones en España es de 77 años y de las mujeres 83. Una tesis doctoral puede durar fácilmente mas de 4 años de tal manera que si un estudiante de doctorado escoge como director de tesis a una persona, especialmente varón, de más de 70 años, la probabilidad de que la tesis sea póstuma al director es significativa. Quizás podría seleccionarse al pequeño subgrupo de profesores cuyo estado de salud es excepcional aunque eso nos obligaría a chequeos médicos de los irreductibles que desean continuar en el puesto de mando de la investigación, chequeos que deberían incluir un examen neurológico detallado, electrocardiograma, colonoscopia, examen prostático y otros. Lo mismo puede decirse de los proyectos de investigación, en los que el investigador principal debe ocuparse de innumerables tareas administrativas que a una cierta edad se convierten en extraordinariamente antipáticas.
Sería estupendo que la permanencia en el puesto de trabajo disminuyera el riesgo de enfermedad de Alzheimer pero los datos aportados por los Prof Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas, fundamentalmente el trabajo de Lupton y colaboradores, publicado en Int J of Geriat Psychiat (una revista de segundo orden en el terreno de la Neurología), son muy débiles y deben analizarse con muchas cautelas. En efecto, se trata de un estudio retrospectivo, en una muestra pequeña, en el que el efecto neuroprotector se limita a los varones, lo que hace pensar que es más bien un artefacto estadístico, que un genuino efecto biológico. Ese estudio no descarta la explicación plausible de que no es la prolongación del trabajo lo que protege de la demencia, sino la presencia de demencia, aunque sea en fases precoces, la que hace que las personas dejen de trabajar. Es verdad que los autores afirman que esta explicación es improbable porque en muchos casos había transcurrido un periodo de 5 o más años entre la jubilación y la demencia, pero hoy sabemos que muchas enfermedades neurológicas pueden dar síntomas precoces de trastorno de función cerebral 15 o más años antes del diagnóstico del proceso.
Y, sobre todo, el artículo de Lupton viene a decir que es mejor seguir trabajando que dejar de hacerlo pero no analiza los múltiples elementos asociados a dejar de trabajar –disminución de ingresos económicos, posible aislamiento social, aumento de actividades, como ver la televisión, que se sabe producen un aumento del riesgo de enfermedad de Alzheimer- ni las alternativas al trabajo. ¿Qué pasa con los sujetos que dejan el trabajo y se “ocupan” en otras actividades como matricularse en cursos para adultos en la universidad, inscribirse en asociaciones vocacionales o recreacionales, rehacer su vida sentimental o acudir a determinado tipo de actividades?. Sobre todo, no podemos permitir que muchos de nuestros conciudadanos, que han llegado a la edad de jubilación y la esperan con regocijo, puedan pensar que deben retrasarla porque de esa manera disminuyen su riesgo de padecer un trastorno tan trágico como la enfermedad de Alzheimer.