martes, 2 de agosto de 2016

Democracia y suma algebraica

Hace algunos días leí en algún periódico que los referenda solo deben utilizarse en determinadas circunstancias y bajo determinadas condiciones porque de otro modo se pervierte su significado. Por ejemplo, el articulista decía que no puede someterse a referéndum una cuestión tan complicada como la permanencia o la salida de Europa de un país porque es un tema tan complejo que la mayoría de los ciudadanos votan por motivos emocionales más que por razonamientos complejos. También decía el autor que los referenda solo pueden plantearse en sociedades muy simples, en las que todo el mundo se conoce, como un pueblo pequeño o una comunidad sencilla. Cuando la sociedad es compleja es difícil conocer lo que se esconde debajo de las motivaciones de otros. Sin embargo, existe una cierta tendencia a santificar las formas de democracia directa y a justificar cualquier disparate o decisión de carácter catastrófico que se derive de un referéndum sobre la base de que es democracia y la democracia se santifica en base a su origen en la Grecia clásica. Bueno, los griegos hicieron muchas cosas buenas y una de ellas fue la democracia pero no se puede decir que esta esté libre de problemas y limitaciones. Para empezar, la ejecución de Sócrates no fue el resultado de la decisión de un tirano sino el producto de una decisión “democrática” de la muy ilustrada Atenas. Quizás sería interesante recordar cómo sucedieron las cosas en el caso de Sócrates. Atenas acababa de salir de una etapa de gobierno “oligárquico” y se encontraba bajo un régimen democrático. En esa circunstancia cualquier ciudadano podía reclamar contra otro ante una asamblea de 500 ciudadanos elegidos entre los hombre libres. El acusador y el acusado tenían la posibilidad de hablar ante la asamblea y exponer sus puntos de vista. A continuación se votaba la culpabilidad o la inocencia. Si el acusado era declarado inocente se le daba la oportunidad de acusar al acusador. Si era declarado culpable había que fijar la pena. El acusador proponía una pena y el acusado, otra, y la asamblea volvía a votar con cuál de ellas se le castigaba. El acusador de Sócrates fue Anito, un ateniente rico que se había afiliado al partido democrático. La acusación se hizo en base a dos cargos, ateísmo y corrupción de menores. En aquellos tiempos la corrupción de menores no tenía nada que ver con abusos sexuales o algo parecido, sino con la manía que tenía Sócrates de acostumbrar a sus discípulos a poner en duda las creencias más habituales de sus compatriotas. Sócrates defendió su conducta y la votación estuvo a punto de resultarle favorable, 275 votos culpable, 225 inocente. Ahora tocaba aprobar la pena. Anito pidió muerte. Los amigos de Sócrates le sugirieron que pidiera una pena menor, una multa o destierro por un tiempo corto, convencidos de que todos los que habían votado inocente y una buena parte de los se habían inclinado por culpable votarían esa pena menor. Pero Sócrates dijo que lo que él había hecho no era digno de castigo sino de premio y que proponía ser tratado con los mismos honores (y con las mismas subvenciones) con las que la ciudad premiaba a los campeones olímpicos. Y, claro, los “demócratas” pensaron que Sócrates era un provocador y se lo cepillaron. La democracia griega no solo aportó el voto popular sino otras costumbres, una de ellas, el ostracismo. Este es una herramienta muy útil para eliminar a personas que plantean problemas aunque no sean culpables. Cuando uno de sus conciudadanos era un incordio, insisto, aunque no fuera culpable, era sometido a una votación en la que cada ciudadano metía en un saco una almeja, blanca o negra. Si el recuento mostraba más almejas negras que blancas el incordio se iba al destierro. Quizás en este momento no sea muy práctico organizar unas elecciones en las que los votantes metan en las urnas almejas en lugar de papeletas. Pero si que podrían organizarse comicios en los que los votantes, en lugar de utilizar votos positivos puedan hacerlo con negativos. ¿Cómo podría funcionar eso? El sistema se basa en el hecho de que en ocasiones ninguno de los candidatos nos fascina terriblemente pero sí que hay alguno que nos parece especialmente odioso. En ese caso, en lugar de votar a favor de alguien que no me convence del todo, podría votar en contra de alguien que me parece horrible. Mi voto negativo supondría restar un voto de los que logre ese candidato. Es decir, un candidato o un partido alcanzaría la suma algebraica de los votos que recibe, es decir el total de los votos a favor menos los votos en contra. Sería más divertido.

sábado, 18 de junio de 2016

Visibilidad y beneficio

Visibilidad y beneficio Acaban de aceptarnos una publicación científica que hemos realizado en buena medida durante nuestra estancia en Ecuador. Hemos usado unos programas disponibles en los teléfonos móviles para medir de forma objetiva la velocidad y la regularidad de los movimientos de los pacientes con enfermedad de Parkinson. Nuestro trabajo no va a cambiar los paradigmas básicos de la ciencia biomédica en el mundo pero supone una modesta contribución que puede facilitar la accesibilidad de los pacientes y el trabajo de los médicos. En Ecuador, donde hay menos de un neurólogo por cada 100000 personas de población muchos pacientes tienen que conducir muchas horas para ser vistos por un especialista. Con nuestro sistema los pacientes pueden hacer sus pruebas en casa y el médico ubicado en otro sitio puede mirar los resultados en cualquier otro momento. Nos hubiera gustado que nuestro trabajo estuviera a disposición de cualquier persona interesada. Al fin y al cabo hemos distribuido el software de forma gratuita porque lo que de verdad queremos es que se use. Pero la revista nos dice que si queremos que los lectores tengan acceso libre debemos pagar una factura de 3000 €. El trabajo lo hemos hecho dos profesionales españoles jubilados, un grupo de profesionales ecuatorianos con menos dinero que alguien que sale de una piscina y una pequeña empresa española que no obtiene ningún beneficio. No podemos pagar ese dinero pero si pudiéramos no querríamos pagarlo. No es justo que nosotros hagamos un trabajo, lo pongamos a disposición de cualquiera de forma gratuita y la revista científica quiera conseguir un beneficio. Las revistas científicas deberían cambiar radicalmente. En primer lugar deberían publicar todo lo que reciben, sin filtrarlo según los gustos del comité editorial. Eso sí, los trabajos deben ir acompañados de una crítica firmada por expertos que no tengan miedo a expresar de forma pública sus opiniones y que no actúen como los evaluadores actuales que dan puñaladas de pícaro –valoran los trabajos pero ocultan su identidad. Y a publicación debería ser gratuita. ¿Como pueden ser gratuitas las revistas? Dependiendo de una sociedad científica que las financie o de una institución pública que las promueva. Nunca de un grupo privado con ánimo de lucro.

sábado, 30 de enero de 2016

Oligarquía o populismo

Los problemas que estamos viendo en España para formar gobierno, resultado de unas elecciones que no permitieron mayorías claras, plantean una serie de problemas e incertidumbres poco habituales en el ambiente político de Europa y más parecidos a los que ocurren en otros países latinoamericanos. En el viejo continente hemos disfrutado en los últimos años de una serie de condiciones democráticas que han permitido resultados muy variables con cierta flexibilidad. Entre esas condiciones se puede contar con un cierto respecto de los partidos políticos por las reglas demo-cráticas, la existencia de medios de información independientes y razonablemente neutrales y la posibilidad de pactos electorales entre partidos políticos de distinto signo que, a pesar de todo, mantienen unas relaciones de adversarios pero no de enemigos. La situación en Latinoamérica, sin embargo, es muy diferente. Lamentablemente, porque muchas de las ilusiones que muchos de nosotros hemos tenido con movimientos que tuvieron su origen popular y que nacieron como signo de rebeldía contra muchas injusticias sangrantes han sido defraudadas por la evolución autoritaria, muchas veces tiránica y con frecuencia ruinosa para los países en los que han tenido lugar y para muchos de sus promotores iniciales. La diferencia está en que en estos países, con esa tradición tan marcada de golpes de estado y de pronunciamientos, con medios de información tan parciales y con odios africanos entre partidos, es muy difícil encontrar soluciones racionales. Y también a nosotros nos preocupa si la disyuntiva en España es como en muchos países americanos entre oligarquía o populismo. La oligarquía ha tenido la sartén por mango en LatinoAmérica durante la mayor parte de su historia. Ha controlado los recursos económicos, utilizado los ejércitos, dominado los medios. Contra ellos han surgido movimientos populistas que han utilizado los mismos procedimientos. El problema es que muchos de los populismos pueden perpetuarse en el poder de forma “democrática”, utilizando sistemas de secuestro de voto. Es relativamente fácil, sobre todo cuando el petróleo está caro, dar un pequeña ayuda a personas marginadas y con ello conseguir una fidelización del voto, aunque el país se desabastezca, las infraestructuras se deterioren y la economía se hunda. Esa es la tragedia que se ve en LatinoAmerica. Movimientos populares que en otro tiempo nos ilusionaron porque planteaban alternativas populares y democráticas a las oligarquías dominantes, se han convertido en tiranías populistas. Esperemos que no nos pase eso en España donde no se puede mantener en el poder a quien tanto ha abusado de él pero donde hay que tener cuidado con los “salvadores” que se convierten en depositarios de la ilusión de mucha gente.

sábado, 9 de enero de 2016

El nacionalismo y la izquierda

Decía Patxi López hace algunas semanas algo que yo entendí como que los socialistas no podían ser nacionalistas y esa afirmación provocaba respuestas airadas e incluso escandalizadas. Pues bien, yo comparto la idea de que es incompatible no ya ser nacionalista y socialista sino nacionalista y al mismo tiempo persona medianamente inteligente y progresista. En España se habla mucho de “nacionalismos” históricos y de que tal o cual, de momento, comunidad autónoma es o no es una “nación”. En realidad se debería decir, si se hace referencia a la historia que son “reinos” históricos. Porque el concepto de “nación” no nació hasta el siglo XIX y en esa época y hasta ahora ya no había otra nación que la española. Los reinos –un conjunto de súbditos gobernados por un rey mediante una relación de dominio o más o menos pactista- nacían, morían, se expandían o reducían, se fusionaban o separaban por razones tan peregrinas como las guerras, las paces, los matrimonios o las herencias. Los reinos no tenían ninguna entidad histórica ni nadie lo pretendía. Por ejemplo, el reino de Portugal nació porque el rey de Castilla y León, Alfonso VI, quiso dejar una pequeña herencia a su hija pequeña, Teresa, después de legar la mayor parte a la mayor Urraca. El concepto de “nación” nace en el siglo XIX y tiene su origen en los filósofos idealistas de la primera parte de ese siglo que pretenden imponer un concepto distinto del de reino o incluso del de Estado ya que “L’Estat c’est moi” de Luis XIV era una idea infumable para aquellos jóvenes enamorados de la primera parte de la Revolución Francesa. La nación, que pronto fue “La Nación”, era un concepto abstracto una idea por la que se podía luchar e incluso ser mártir. Y es a partir del siglo XIX cuando empiezan a surgir la mayoría de las naciones modernas o a transformarse en “naciones” los “reinos” previos. Los elementos que sirven para fundamentar las naciones pueden ser de diverso tipo: el lenguaje, la raza, la religión o el territorio, en el caso de las nuevas naciones. Las características, muchas veces circunstanciales, previas de los reinos en su caso. El elemento fundamental de la formación de las naciones es la existencia, o simplemente la pretensión sin fundamento, de un elemento diferenciador del “otro”, sea de la naturaleza que sea. Quizás valga la pena considerar el precedente remoto de los griegos y los bárbaros. Los griegos tienen la idea de que su “nación”, por encima de las diferentes ciudades, hoy en paz, ayer y mañana en guerra entre sí, la forman los que hablan bien griego. Los que chapurrean malamente son designados con la onomatopeya bar-bar-oi, literalmente los que chapurrean. De modo que en el siglo XIX los forjadores de la nación alemana lo que pretenden es unir bajo una estructura estatal a quienes hablan alemán. Ya sabemos cuanta sangre se vertió en ese intento. Pero en el siglo XX serbios y croatas, que hablan la misma lengua aunque unos la escriben en caracteres cirílicos y otros latinos, se matan entre ellos porque les separa la religión. Y en el siglo XXI parece que rusos y ucranios se matan entre si sobre todo por el territorio. Volvamos al asunto de la izquierda y los nacionalismos. En el mundo global en el que nos movemos no se puede ser progresista sin poner en valor lo que nos une a los seres humanos. Esto que nos une es nuestra capacidad para conocer la naturaleza, para dominarla, a veces para destruirla; nuestra capacidad para la ciencia y para el arte, para el heroísmo y el altruismo. Nuestro miedo a la pobreza, al dolor, a la soledad, a la muerte. Está bien defender los elementos identitarios pero no de forma que excluyamos a otros por diferencias de lengua, cultura, raza, religión o territorio. Es mucho más importante luchar por los intereses humanitarios. La lucha por la identidad es muy importante pero muy difícil en un mundo globalizado. Y no se pueden sacrificar los valores universales del hombre sacrificados a los valores identitarios. En el mundo hay varios miles de lenguas la mayoría de las cuales van a desaparecer de la faz de la tierra en unos años. Tenemos que acabar con las guerras de religión o las religiones acabarán con nosotros. Tenemos que ser capaces de decir, como Albert Einstein, que no nos reconocemos miembros de otra raza que la raza humana. Las “naciones” no existen. Son inventos de mentes anticuadas. Los que interesan son los hombres. Ninguna bandera, ningún himno vale las lágrimas de un niño o la soledad de un anciano.