lunes, 1 de diciembre de 2008

Las ginecólogos

Acabo de volver de Barcelona de la reunión anual nacional de nuestra sociedad médica que se celebra este, por sexagésima vez, de manera continuada, y desde mi punto de vista con gran acierto, en aquella ciudad. Empecé a ir a esas reuniones hace 38 años. Al principio, cuando yo era residente, íbamos en el coche de nuestro tutor, nuestro querido José González Elipe, quien nos recogía en Madrid a eso de las 10 de una mañana fría de diciembre y conducía sin decir palabra hasta la Almunia de Dña. Gomina -perdón, Godina-, donde solíamos repostar todos, el coche, gasolina y el propio Dr. Elipe, un caldero de alubias blancas, con todo tipo de aderezo propio del plato, seguido de un par de huevos de corral aderezados de derivados del cerdo, no precisamente pobres en colesterol. Después de semejante carga, digna de un abad, el Dr. Elipe solía volver a ponerse a los mandos del coche y no volvía a parar hasta el Bruch o la Panadella, para estirar un poco las piernas, y de allí seguido a Barcelona donde solíamos llegar justo para la cena.

Nos alojábamos en el Casal de Metge, al principio de la vía Layetana, donde contábamos las horas de la noche por las campanadas de la catedral, luego en el nuevo edificio del Paseo de la Bonanova. Compartíamos habitación dos personas, el Dr. Elipe y yo casi siempre juntos, y los otros dos residentes compinchados y juntos, huyendo de las exigencias del maestro. Antes de eso el Dr. Elipe nos llevaba a cenar, si era posible a Can Costa a la Barceloneta, donde se trajinaba la mitad de la población de crustaceos del Mediterraneo, y luego al Molino, en el Paralelo. A eso de la media noche, cuando los jóvenes estábamos agotados, el Dr. Elipe se ponía a jugar unas partidas de máquinas diabolicas en las que a toda costa había que evitar que una bola de acero, cumpliendo las leyes de la gravedad, se colara por un agujero, mediante la pulsión frenética y a veces el pataleo de los resortes y aún del conjunto de la máquina entera. Pero cuando volvíamos a nuestra residencia, a eso de las dos de la mañana, nos faltaba lo peor. El Dr. Elipe nos hacía ensayar las comunicaciones científicas que íbamos a presentar al día siguiente, y el ensayo podía durar horas, hasta que el quedaba satisfecho. Dormir poco o nada no era considerado un problema. Por el contrario, entre nosotros existía la convicción de que hacer una buena presentación científica después de haber dormido bién no tenía mérito; lo realmente bueno era hacerlo bien sin haber dormido y, preferiblemente, después de una noche de juerga.

Por supuesto que el Dr. Elipe corría con todos los gastos y que no recibíamos financiación de la industria farmacéutica. Ahora, por el contrario, cualquier residente de tres al cuarto, viaja en avión o en AVE, se aloja en un hotel de 4 o mas estrellas, y tiene invitaciones a cenas o comidas de lujo con carácter gratuito, gracias a la des?-interesada ayuda de la industria farmacéutica. Y a nadie parece preocuparle este tipo de relaciones.

Durante la reunión de la sociedad tengo al oportunidad de charlar con algunos de mis antiguos residentes. Los hay de todos tipos. Brillantes, que trabajan en el extranjero, viviendo modestamente, como jóvenes, con pareja y con familia, como Elena Meseguer, que lleva varios años en Paris, con su marido y su hijo, luchando como hemos hecho todos; y otros, mas mediocres, que ya han encontrado un hueco en el sistema sanitario español, que no se plantean cuestiones trascendentes, que aceptan de forma callada los 3000 euros que ganan al mes, sin poner en cuestión el tipo de práctica que realizan.

Uno de mis antiguos resis, XM, que trabaja en el hospital de Arganda, me da su punto de vista sobre las ginecólogos de aquel hospital. Lo que me cuenta es algo preocupante. Por una parte me dice que la reivindicación se debe a varias cosas entre otras que los ginecólogos creen -y ella está de acuerdo- que en aquél hospital debe haber dos de sus miembros de guradia porque si uno tiene alguna intervención urgente, por ejemplo una cesárea, necesita ayuda de otro compañero de otra especialidad y no queda nadie disponible para cualquier otra urgencia que pueda ocurrir. El problema es que ese hospital, según los cálculos de XM, tiene unos 2000 partos al año, es decir entre 5 y 6 diarios, de los que la mayoría deben ser normales. De modo que pedir dos ginecólogos de guardia para esos números parece como pedir la luna, algo que con toda seguridad, esos mismos ginecólogos no exigirían cuando trabajan en clínicas privadas. El problema está en que para ese volumen de partos no debería haberse abierto un servicio de Ginecología y que haberlo hecho, en lugar de desviar las mujeres a otro centro, ubicado unos pocos kilómetros mas lejos, a menos de media hora de coche, es un puro ejercicio de demagogia.

Lo que también me cuenta XM es las presiones que recibe de la administración sanitaria. El tenía un suplemento de productividad por el que cobró 1000 € el primer trimestre. En el segundo la dirección estimó que había solicitado mas pruebas diagnósticas de las necesarias y le suprimieron el plus económico. También tiene una cuota de prescripción por la que no puede recomendar determindados tratamientos considerados caros mas que a un pequeño número de pacientes. Por ejemplo, me dice que está autorizado a prescribir tratamiento con interferón a dos pacientes al año. Con una sonrisa triste me dice que si los pacientes tienen problema en los primeros meses del año puede tratarlos pero que ¡ay de aquellos que tengan brotes a partir del verano!.

Marisa

Marisa es mi librera. Es una mujer pequeña, fuerte, que fuma como un carretero -¿por qué diremos que los carreteros fuman tanto?. Quizás la soledad durante el viaje produce tendencia a fumar- y que tiene un voz aguardentosa que en nada envidiaría a la un sujeto que se desayune con Cazalla. Marisa ha sido un entusiasta vendedora de mis libros a mis paisanos colmenareños y a veces me ha pagado en especie, con archivadores y carpetillas a cambio de libros. Ahora, como hace mucho que no escribo en letra impresa sino solo en el blog, mis cuentas con Marisa se han desequilibrado a su favor, de modo que, cuando fui a comprar material de oficina para ordenar la burocracia que me ha acarreado mi mal querida presidencia de la comunidad de vecinos, he tenido que pagarle, no en especie o mediante trueque, sino con dinero de “vellón”.
Mientras me devuelve el sobrante de un billete de 50 € Marisa me pregunta, esperanzada, si creo que están teniendo lugar cambios positivos en el área de la sanidad pública. Ella ha leído algo sobre la crisis del departamento de Ginecología del Hospital de Arganda y considera que, el hecho de que todos los miembros de una especialidad de un hospital nuevo se hayan plantado ante las autoridades sanitarias, hasta el punto de obligar a cerrar ese servicio, le hace pensar que puede estar ocurriendo un cambio importante en la postura de los profesionales, que pasarían de pasivos a comprometidos en la defensa de los pacientes.
Lamentablemente, le digo a Marisa, no tengo datos que me permitan confirmar o rechazar sus suposiciones. Podría ocurrir muy bien lo que ella dice, que los profesionales, o al menos un grupo de vanguardia de ellos, hayan decidido enfrentarse a la administración en defensa de los intereses de los pacientes; pero también podría ocurrir que un grupo de profesionales, en una posición favorable desde el punto de vista del mercado, con una demanda de médicos mayor que la de la oferta, hubiera decidido reclamar una serie de reivindicaciones meramente corporativistas, absolutamente legítimas, pero en ningún modo altruistas: mas personas para el mismo trabajo, mas guardias y –por tanto- mas ingresos con menor esfuerzo personal, etc.. Es muy difícil juzgarlos desde fuera pero la mayor parte de la contestación médica a las medidas de la consejería de la Comunidad de Madrid están impregnadas de sindicalismo médico, no de defensa de los intereses de los ciudadanos. Por otra parte, ¿ a quién podría sorprenderle esto?. Los médicos somos ciudadanos normales y tenemos nuestros intereses corporativos. No tendríamos por qué avergonzarnos de esto. De lo que si tenemos que sentir vergüenza es de poner los intereses de los ciudadanos por detrás de los nuestros, de convertirnos en cómplices de la administración cuando nos interesa en lugar de dejar claro, en todo momento, que somos independientes.
Le explico a Marisa que la sanidad pública requiere, no solo una mejor gestión de recursos que la que ahora existe, sino también un gran incremento presupuestario. Que no hay que engañar a la gente, que la calidad de la asistencia que ahora recibimos se debe a que el personal sanitario está mal pagado y, por tanto, sujeto a mis corruptelas y tolerancias inexcusables, y a que las familias cargan con un peso insoportable de muchas enfermedades en las que el cuidado fundamental debería recaer en la sociedad. Marisa me dice que ella estaría dispuesta a pagar más impuestos por una sanidad de mayor calidad. Pero ¿cuántas personas compartirían esa disposición?