Las noticias sobre sanidad que desde hace un tiempo aparecen en los medios son, sencillamente, aterradoras pero quizás ninguna de ellas haya desencadenado tanta atención social y tanta toma de postura partidista, motivadas por las dramáticas circunstancias especiales que concurren en el caso, como la de la muerte del niño marroquí, producida por administración intravenosa de un preparado alimenticio destinado a ser introducido a través de sonda naso-gástrica, acontecimiento que ocurrió a los pocos días del fallecimiento de la madre, por gripe A, tras provocación de cesárea para salvar, inútilmente, por lo que se vió después, al hijo. No es fácil poner orden en todo ese debate si no se definen con claridad los términos de error y negligencia y si no se separan los conceptos de responsabilidad de las personas que intervienen en los procesos médicos, de las instituciones donde se prestan o de los responsables políticos que las gobiernan.
Con independencia de ese desgraciado caso concreto puede decirse que el error clínico (sea responsabilidad de un médico, de una enfermera o de cualquier otro profesional sanitario) es el que tiene lugar a pesar de que se hayan tomado las precauciones razonables para la realización del proceso clínico del que se trate (consultas médica o de enfermería, tratamiento en urgencias, ingreso hospitalario, intervención quirúrgica, análisis médicos, pruebas de imagen, etc..) mientras que la negligencia consiste, cualquiera que sea su resultado, banal o trágico, en la falta de esa toma de precauciones obligatorias. La diferencia entre error y negligencia es, a veces, muy fácil. Amputar la pierna equivocada o administrar la alimentación por vía intravenosa no son errores; son negligencias, porque esos fallos no se producirían en condiciones de una práctica cuidadosa, si los profesionales prestan atención a lo que están haciendo. Pinchar un pulmón y producir un neumotórax cuando uno pretende cateterizar una vena subclavia, perforar el colon y causar una peritonitis, cuando se realiza una colonoscopia es un error médico que se produce en un número de casos, aunque se tomen todas las precauciones posibles.
En ocasiones la diferencia entre negligencia y error no es explícita y depende de algunos condicionantes. Hace meses saltó a los medios el caso de una paciente que falleció a las pocas horas de acudir a un servicio de urgencia por un fuerte dolor de cabeza. Los médicos no encontraron datos anormales en su exploración clínica y consideraron que no presentaba ningún problema urgente y, tras la mejoría de sus síntomas, la enviaron a su domicilio con el ruego de que acudiera a su médico habitual. La paciente falleció como resultado de lo que parece una hemorragia subaracnoidea. Este problema podría haber sido diagnosticado mediante una punción lumbar o una tomografía computarizada de cráneo. Pero la indicación de estas pruebas depende de la información que la propia paciente suministrara. Si dijo que “ese era el dolor de cabeza mas importante de su vida” o que no había presentado dolores de cabeza en el pasado esas pruebas deberían realizarse y no hacerlo supondría negligencia; pero si manifestó una historia de dolores de cabeza repetidos desde hacía años y no expresó que el actual presentara características especiales, esas pruebas no deberían realizarse porque hacerlo de forma indiscriminada a toda persona con dolores de cabeza tendríamos mas prejuicios que beneficios. En ese caso se trataría de un error de juicio, puesto que se confundió un dolor de cabeza leve con uno grave, y la familia debería recibir una compensación por el daño causado pero los profesionales estarían libres de culpa y no deberían ser objeto de inhabilitación profesional ni de acción penal, como debería ser en caso de negligencia.
No es infrecuente que en casos de negligencia sanitaria se intente por parte de los compañeros del causante minimizar la responsabilidad individual mediante la utilización, desde mi punto de vista, retórica y corporativista, de dos afirmaciones: a) que estos casos son frecuentes, y que b) que la administración sanitaria es conocedora, y quizás, cómplice, encubridora y responsable de la situación. El primer argumento, que estos casos no son únicos, debería servir de fundamento para aumentar las exigencias y no de disminuirlas, pues no podemos permitirnos que nuestro sistema sanitario presente este tipo de problemas de forma habitual.
El segundo argumento, que la administración sanitaria correspondiente tiene un cierto grado de responsabilidad en estos sucesos es incuestionable pero no elimina la responsabilidad individual. Si tomamos el caso mas cercano de la Comunidad Autónoma de Madrid es imposible ignorar que en los últimos años han tenido lugar una serie de acontecimientos no precisamente tranquilizadores. La epidemia de hepatitis en el Hospital Fundación de Alcorcón, por contaminación de un disolvente de medicamentos, quizás con objeto de reducir gastos; el asesinato de varios pacientes y profesionales en la Fundación Jiménez Díaz por una residente que padecía un problema psiquiátrico grave y que no estuvo adecuadamente vigilada; el escándalo del Hospital Severo Ochoa, que desprestigió y criminalizó a médicos a quienes los jueces exculparon de malas prácticas; los casos recientes de homicidios por administración errónea de sustancias químicas y alimentos en el Hospital Gregorio Marañón, entre otros, son acontecimientos que no hablan bien de la capacidad de gestión de los responsables sanitarios madrileños.
Pero los profesionales no podemos refugiarnos en la culpabilidad, ignorancia o negligencia, o todo junto, de gestores y administradores. Cuando nosotros encontramos que las condiciones de nuestro trabajo son inaceptables para una buena práctica clínicas debemos denunciar las deficiencias y abstenernos de esa práctica, incluso presentando la renuncia a ese trabajo. Esa actitud es difícil pero no imposible. La reclamación sobrevenida después de la desgracia no es aceptable. Las reclamaciones y las denuncias hay que presentarlas antes, no después, de que aparezcan los problemas, con objeto de evitarlas, no de descargar sobre otros las responsabilidades que uno tiene.
Tengo un amigo que pasó por una experiencia similar. Trabajaba como jefe de un Servicio de Neurología y profesor de universidad en un hospital universitario de Madrid que hace medio siglo era el más prestigioso de España. El hospital había entrado en grave crisis económica que la administración pretendió resolver mediante una unión temporal de empresas con una compañía privada con ánimo de lucro, en lugar de absorberlo en sector público. Los profesionales de ese centro pensaron que esto podría ayudar a resolver las deficiencias. Mi amigo pidió al gerente varias veces que contratara una guardia de neurología pues los pacientes que presentaban urgencias neurológicas, salvo los privados, eran atendidos por médicos no especialistas.
Mi amigo utilizó todos sus argumentos para convencer a los responsables de la institución de la necesidad de contratar ese tipo de servicios. Presentó evidencia de que esa contratación no solo ahorra vidas e incapacidades sino que también reduce tiempos de estancia media y el número de pruebas diagnósticas. De modo que esa iniciativa no solo sería buena para los pacientes sino incluso beneficiosa para el hospital. Pero no se contrató la guardia neurológica.
Los accidentes de aviación son bastante raros pero los pilotos dicen que las situaciones de “near crash”, “casi un choque” no son tan infrecuentes. Mi amigo vivió varias situaciones de “near crash” en los primeros meses del año 2004 pero el día de Jueves Santo de ese año ingresó en urgencias un paciente de 70 años, anticoagulado, con dolor de espalda de inicio súbito, que en 45 minutos le dejo parapléjico (paralizado de cintura para abajo). Cualquier neurólogo piensa en esas condiciones que el paciente tiene un hematoma epidural, lo confirma con resonancia urgente y hace que un neurocirujano lo extirpe pero ese día no había neurólogo titulado en ese centro, la resonancia se hizo con mucho retraso y en lugar inadecuado y el neurocirujano no fue llamado …hasta el día siguiente, demasiado tarde. El paciente quedó inválido para el resto de su vida.
Mi amigo pensó que este caso desgraciado supondría la contratación de la guardia neurológica. Pero como no fue así, presentó una reclamación ante la junta facultativa, el órgano del hospital encargado de velar por la calidad y la moralidad de lo que hacemos. Lamentablemente, este cuerpo estaba más preocupado por el posible escándalo que por la solución de la deficiencia y se limitó a pedir que se ocultaran esos hechos a la opinión pública. No se contrató una guardia de neurología pero se añadió un nuevo protocolo. Es una práctica común de los gestores sanitarios. Donde faltan profesionales se implantan mas normas. No resuelven los problemas pero permiten encontrar un chivo expiatorio, que no ha cumplido el protocolo.
Mi amigo no tenía ningún interés en divulgar ese problema. Estos asuntos deben debatirse entre expertos y lejos de las pasiones de los medios. Incluso, cuando hay una denuncia, la mayor parte del interés se centra, no en resolver el problema, sino en buscar un culpable. Pensó que él había dejado de pertenecer espiritualmente a un colectivo que solo estaba interesado en defender intereses corporativos y no a los pacientes, en ocultar problemas y no en resolverlos. Renunció a su trabajo y se trasladó a otro mas oscuro en la sanidad pública. No es fácil resistirse al sistema pero puede hacerse.
domingo, 22 de noviembre de 2009
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