Durante estas Navidades mis compañeros me pidieron que me ocupara de aquellos pacientes neurológicos ingresados en otras zonas del hospital (urgencias, unidades de cuidados intensivos, otros servicios médicos y quirúrgicos) distintas del servicio de Neurología. La petición me sorprendió un poco porque no es habitual que una persona de mi edad y mi trayectoria profesional se ocupe de esas tareas, sino más bien que ese trabajo sea responsabilidad de un especialista más joven, cuya plenitud vital se centra mas en la excelencia de sus piernas que en la de su cabeza. Y no solo porque la tarea requiere una cierta capacidad de ejercicio físico para recorrer pasillos y subir y bajar escaleras, sino porque las personas que tenemos una cierta edad y una cierta experiencia, en general, hemos desarrollado una ciertas habilidades y capacidades para atender mejor a determinados pacientes con algunas patologías muy específicas y tenemos proyectos de investigación concedidos en condiciones de gran competitividad, que generalmente, no están al alcance de los neurólogos mas jóvenes. Es decir, servir de consultor a otros especialistas no requiere un entrenamiento específico mientras que desempeñar un cierto papel de liderazgo científico e investigador en una parcela de la especialidad si que exige determinadas capacidades especiales. Pero se trataba de facilitar el disfrute de las vacaciones a algún compañero y acepté el reto. Por otra parte pusieron a mi disposición a tres residentes entusiastas, ilusionados y devotísimos hasta los límites extremos que les permite su inocencia y la verdad es que disfruté mucho de esa especie de experiencia rejuvenecedora.
La experiencia, sin embargo, me dejó muy impresionado por lo que yo considero una muy importante modificación de los métodos de trabajo y de nuestra aproximación, de los médicos, a nuestros pacientes. Mi forma de acercarme al paciente está cargada de escepticismo, quizás atribuible a los muchos años de trabajo. Conversaciones largas, exploraciones más largas, pocas pruebas complementarias, pocas medicinas, ninguna actuación de la que yo no esté seguro de su eficacia y, en todo caso, libertad para el paciente para escoger entre las distintas opciones terapéuticas. En mis conversaciones con mis pacientes surge con frecuencia la frase de “Le quedan a Ud., según las estadísticas, X años de vida. Los médicos no podemos curarle pero Ud. puede hacer algunas cosas por mejorar su enfermedad. ¿Qué quiere hacer, pasarse lo que le queda de vida entre médicos o intentar disfrutar de algunos momentos buenos con su familia y sus amigos?”.
Sin embargo, lo que yo veía esos días eran los resultados -seguramente los malos resultados porque los pacientes que habían salido bien no necesitaban nuestros cuidados- de actitudes enormemente agresivas de muchos muy brillantes compañeros míos. Hace 3 años mi suegra tuvo un infarto de miocardio a la edad de 92 años. Acudió al hospital y a mi me sorprendió mucho que le hicieran un cateterismo cardiaco. ¿Para qué? La mayoría de las personas de 92 años que tienen un problema de isquemia coronaria no tienen una lesión única que se pueda arreglar fácilmente sino una afectación difusa de las arterias en las que las múltiples lesiones existentes son, con toda probabilidad, imposibles de resolver con cirugía o con tratamiento endovascular. Y además, muchos de los pacientes que alcanzan esas edades además de tener problemas en un órgano no están libres de lesiones, muchas veces asintomáticas, en otros. De modo que muchos de los pacientes con infarto de miocardio tienen problemas de circulación en las arterias cerebrales, renales o de las piernas. O viceversa. Es posible que nosotros seamos capaces de curarles definitivamente el problema cardiaco. Pero en poco tiempo la sintomatología se habrá trasladado al cerebro, a los riñones, a las piernas o a cualquier otra parte del organismo. Lo mismo ocurre con muchos pacientes con infartos cerebrales. Los nuevos tratamientos han disminuido mucho el porcentaje de pacientes que quedan inválidos como consecuencia de esos problemas porque existen maneras muy eficaces de disolver los coágulos antes de que puedan dejar al paciente inválido y, en mucho menor medida, porque esos tratamientos aumentan un poco el porcentaje de hemorragias cerebrales, una complicación que incrementa algo el número de fallecimientos pero disminuye mucho el de inválidos. Veía a mis residentes entusiasmados ante la posibilidad de disolver el coágulo de un paciente casi centenario pero para mis adentros me decía: “Pobre hombre, le hemos salvado de la parálisis en Noche Vieja, para que se lo lleve un resfriado en Reyes”.
Y lo mismo ocurre con otros tratamientos. ¿De verdad explicamos a nuestros pacientes lo que les espera si nuestros tratamientos tienen éxito? Veo pacientes con trasplantes triunfales que al cabo de veinte años, durante los cuales se han pasado la mitad de la vida en el médico, han desarrollado diabetes, osteoporosis, infecciones oportunistas y cáncer. Cuando decidieron entrar en un programa especial de tratamiento ¿tenían una idea clara de lo que les esperaba a ellos y a sus familias? Probablemente les hemos dicho muchas veces que ese tratamiento era a vida o muerte pero pocas veces hemos entrado en detalles sobre qué tipo de vida o qué tipo de muerte podíamos ofrecerles.
Y nosotros, los profesionales, ¿qué papel jugamos en esos procesos? A veces creo que en alguno de esos casos confundimos el interés de la ciencia, incuestionable y nobilísimo, con el del paciente, menos glamoroso pero imprescindible, y empujamos al sufrimiento a los segundos, sacrificados en el altar del primero.
lunes, 13 de febrero de 2012
Suscribirse a:
Entradas (Atom)