sábado, 30 de enero de 2016
Oligarquía o populismo
Los problemas que estamos viendo en España para formar gobierno, resultado de unas elecciones que no permitieron mayorías claras, plantean una serie de problemas e incertidumbres poco habituales en el ambiente político de Europa y más parecidos a los que ocurren en otros países latinoamericanos. En el viejo continente hemos disfrutado en los últimos años de una serie de condiciones democráticas que han permitido resultados muy variables con cierta flexibilidad. Entre esas condiciones se puede contar con un cierto respecto de los partidos políticos por las reglas demo-cráticas, la existencia de medios de información independientes y razonablemente neutrales y la posibilidad de pactos electorales entre partidos políticos de distinto signo que, a pesar de todo, mantienen unas relaciones de adversarios pero no de enemigos.
La situación en Latinoamérica, sin embargo, es muy diferente. Lamentablemente, porque muchas de las ilusiones que muchos de nosotros hemos tenido con movimientos que tuvieron su origen popular y que nacieron como signo de rebeldía contra muchas injusticias sangrantes han sido defraudadas por la evolución autoritaria, muchas veces tiránica y con frecuencia ruinosa para los países en los que han tenido lugar y para muchos de sus promotores iniciales. La diferencia está en que en estos países, con esa tradición tan marcada de golpes de estado y de pronunciamientos, con medios de información tan parciales y con odios africanos entre partidos, es muy difícil encontrar soluciones racionales.
Y también a nosotros nos preocupa si la disyuntiva en España es como en muchos países americanos entre oligarquía o populismo. La oligarquía ha tenido la sartén por mango en LatinoAmérica durante la mayor parte de su historia. Ha controlado los recursos económicos, utilizado los ejércitos, dominado los medios. Contra ellos han surgido movimientos populistas que han utilizado los mismos procedimientos. El problema es que muchos de los populismos pueden perpetuarse en el poder de forma “democrática”, utilizando sistemas de secuestro de voto. Es relativamente fácil, sobre todo cuando el petróleo está caro, dar un pequeña ayuda a personas marginadas y con ello conseguir una fidelización del voto, aunque el país se desabastezca, las infraestructuras se deterioren y la economía se hunda.
Esa es la tragedia que se ve en LatinoAmerica. Movimientos populares que en otro tiempo nos ilusionaron porque planteaban alternativas populares y democráticas a las oligarquías dominantes, se han convertido en tiranías populistas. Esperemos que no nos pase eso en España donde no se puede mantener en el poder a quien tanto ha abusado de él pero donde hay que tener cuidado con los “salvadores” que se convierten en depositarios de la ilusión de mucha gente.
sábado, 9 de enero de 2016
El nacionalismo y la izquierda
Decía Patxi López hace algunas semanas algo que yo entendí como que los socialistas no podían ser nacionalistas y esa afirmación provocaba respuestas airadas e incluso escandalizadas. Pues bien, yo comparto la idea de que es incompatible no ya ser nacionalista y socialista sino nacionalista y al mismo tiempo persona medianamente inteligente y progresista.
En España se habla mucho de “nacionalismos” históricos y de que tal o cual, de momento, comunidad autónoma es o no es una “nación”. En realidad se debería decir, si se hace referencia a la historia que son “reinos” históricos. Porque el concepto de “nación” no nació hasta el siglo XIX y en esa época y hasta ahora ya no había otra nación que la española.
Los reinos –un conjunto de súbditos gobernados por un rey mediante una relación de dominio o más o menos pactista- nacían, morían, se expandían o reducían, se fusionaban o separaban por razones tan peregrinas como las guerras, las paces, los matrimonios o las herencias. Los reinos no tenían ninguna entidad histórica ni nadie lo pretendía. Por ejemplo, el reino de Portugal nació porque el rey de Castilla y León, Alfonso VI, quiso dejar una pequeña herencia a su hija pequeña, Teresa, después de legar la mayor parte a la mayor Urraca.
El concepto de “nación” nace en el siglo XIX y tiene su origen en los filósofos idealistas de la primera parte de ese siglo que pretenden imponer un concepto distinto del de reino o incluso del de Estado ya que “L’Estat c’est moi” de Luis XIV era una idea infumable para aquellos jóvenes enamorados de la primera parte de la Revolución Francesa. La nación, que pronto fue “La Nación”, era un concepto abstracto una idea por la que se podía luchar e incluso ser mártir.
Y es a partir del siglo XIX cuando empiezan a surgir la mayoría de las naciones modernas o a transformarse en “naciones” los “reinos” previos. Los elementos que sirven para fundamentar las naciones pueden ser de diverso tipo: el lenguaje, la raza, la religión o el territorio, en el caso de las nuevas naciones. Las características, muchas veces circunstanciales, previas de los reinos en su caso.
El elemento fundamental de la formación de las naciones es la existencia, o simplemente la pretensión sin fundamento, de un elemento diferenciador del “otro”, sea de la naturaleza que sea. Quizás valga la pena considerar el precedente remoto de los griegos y los bárbaros. Los griegos tienen la idea de que su “nación”, por encima de las diferentes ciudades, hoy en paz, ayer y mañana en guerra entre sí, la forman los que hablan bien griego. Los que chapurrean malamente son designados con la onomatopeya bar-bar-oi, literalmente los que chapurrean.
De modo que en el siglo XIX los forjadores de la nación alemana lo que pretenden es unir bajo una estructura estatal a quienes hablan alemán. Ya sabemos cuanta sangre se vertió en ese intento. Pero en el siglo XX serbios y croatas, que hablan la misma lengua aunque unos la escriben en caracteres cirílicos y otros latinos, se matan entre ellos porque les separa la religión. Y en el siglo XXI parece que rusos y ucranios se matan entre si sobre todo por el territorio.
Volvamos al asunto de la izquierda y los nacionalismos. En el mundo global en el que nos movemos no se puede ser progresista sin poner en valor lo que nos une a los seres humanos. Esto que nos une es nuestra capacidad para conocer la naturaleza, para dominarla, a veces para destruirla; nuestra capacidad para la ciencia y para el arte, para el heroísmo y el altruismo. Nuestro miedo a la pobreza, al dolor, a la soledad, a la muerte. Está bien defender los elementos identitarios pero no de forma que excluyamos a otros por diferencias de lengua, cultura, raza, religión o territorio. Es mucho más importante luchar por los intereses humanitarios. La lucha por la identidad es muy importante pero muy difícil en un mundo globalizado. Y no se pueden sacrificar los valores universales del hombre sacrificados a los valores identitarios. En el mundo hay varios miles de lenguas la mayoría de las cuales van a desaparecer de la faz de la tierra en unos años. Tenemos que acabar con las guerras de religión o las religiones acabarán con nosotros. Tenemos que ser capaces de decir, como Albert Einstein, que no nos reconocemos miembros de otra raza que la raza humana.
Las “naciones” no existen. Son inventos de mentes anticuadas. Los que interesan son los hombres. Ninguna bandera, ningún himno vale las lágrimas de un niño o la soledad de un anciano.
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