Las oposiciones para cubrir plazas de médicos en la Comunidad de Madrid han seguido su curso inexorable. En el caso de mi especialidad, la Neurología, seis caballeros neurólogos, entrados todos en años y algunos en carnes, y una encantadora dama, abogada, y experta en gestión, que actúa como secretaria, nos hemos pasado casi todas las tardes de los martes y los miércoles, de 3 a 9 horas, escuchando la lectura de los ejercicios de los 116 opositores que decidieron continuar con su actuación hasta el final. Alguno de ellos nos ha dado citas bibliográficas completas, con fechas y páginas incluidas, de trabajos recientes publicados, relacionados con el tema propuesto, como si esos candidatos dispusieran de una memoria mucho mas potente de lo que los pobres neurólogos examinadores podríamos imaginar o, en defecto de la primera, de acceso privilegiado a los casos problema. Nos han dicho que al final del proceso nos van a abonar dietas, 42 € por tarde, 7 € por hora de escucha repetitiva de los supuestos clínicos, de las trayectorias profesionales y de las ilusiones y esperanzas de todos ellos. Si tenemos en consideración que la mayoría de los miembros del tribunal somos o hemos sido, catedráticos, jefes de servicio de nuestra especialidad, presidentes de la sociedad española de Neurología y uno de nosotros premio Rey Jaime I de Medicina, la tarifa de 7 € por hora me parece un ejemplo a seguir en las horas extras de los controladores.
Pero el tema de esta entrada no es hablar del caos aéreo que hemos sufrido la semana pasada sino de los criterios de evaluación de los méritos. Los Premios Rey Jaime I, que son los mas importantes premios de investigación en España, con una dotación actual de 100.000 €, se conceden por tribunales de 12 personas, integrados por expertos en el área respectiva de competencia, de diversa procedencia, muchos de ellos de otros países, en general con dos o tres premios Nobel del área correspondiente, por cada tribunal. Esta composición de los jurados garantiza un cierto grado de decencia (el premio puede no darse al más cualificado, según el criterio de cada uno, pero con seguridad que va a recaer en una persona que pueda ostentarlo con dignidad) y de experiencia. El tribunal solicita del candidato un resumen de su actividad profesional en el que deben subrayarse los aspectos más reseñables de la misma y el envío de las 10 publicaciones mas importantes. Esas publicaciones son leídas por el jurado y analizadas en detalle. El tribunal valora la importancia de esas publicaciones: su originalidad, su impacto, la capacidad de abrir nuevos campos, la de lanzar nuevos conceptos o paradigmas, la de abrir nuevos procesos industriales. No importa que los candidatos (puede haber mas de 20 candidatos a cada premio) hayan publicado varios centenares de trabajos mas. Lo importante es lo importante.
Pues, aunque cueste creerlo, el tribunal de la OPE de Neurología está evaluando a los candidatos no según la calidad de sus trabajos sino en función del número de los mismos. Me explico. La normativa de la convocatoria publicada en el Boletín Oficial de la Comunidad Autónoma de Madrid establece que las publicaciones se dividen en tres categorías, valoradas con puntuación decreciente, de revistas internacionales, nacionales y de Madrid (sic). De entrada esto parece un premio al casticismo, quizás explicable por celebrarse este año el centenario de la Gran Vía. Las publicaciones realizadas en revista locales de Madrid puntúan pero no lo hacen las aparecidas en las de Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga, Zaragoza, ni aún incluso, Bilbao. Ese “madrileñismo postinero” podría originar que los candidatos vencedores se autoproclamaran sus posiciones de preferencia a los sones de “Yo soy el rata primero”, …”Y yo el segundo”…”Y yo el tercero”… etc. Si deseábamos promocionar el patriotismo de chulapos y maja ¿por qué, en lugar de proponerles como casos clínicos un infarto cerebral, una trombosis de senos venosos y una degeneración cortico-basal no les pedimos que se bailaran un chotis? El problema mas grave de las autonomías no es que nos arruinen, sobre lo que caben pocas dudas, sino que nos van convertir en unos palurdos.
Pero lo mas extraordinario que ha hecho el tribunal ha sido la categorización de revistas en nacionales e internacionales. Esta distinción tiene mas problemas de los que en una primera mirada muestra. Mucha gente entiende que revistas nacionales son las que se publican en España e internacionales las que se imprimen en otros países. Si seguimos ese criterio y damos mas valor a las segundas estamos cometiendo un claro atropello porque hay revistas médicas publicadas en muchos países europeos, americanos y de otros continentes, cuya calidad es mucho peor que la de la media de las españolas. Otra forma de categorizarlas es considerar como internacionales a las que se publican en inglés y como nacionales a las que se publican en castellano. También esto plantea problemas, primero porque muchos países no angloparlante publican revistas horribles en inglés y segundo porque ¿como categorizar con nacionales a revistas publicadas en castellano en Méjico, Argentina, Ecuador u otros países hispanohablantes.
Existe un tercer criterio que, según el criterio de la mayoría del tribunal, es el que propone la convocatoria. Revistas internacionales son aquellas recogidas en bases de datos internacionales, con independencia del país o la lengua en la que se publiquen. Según ese criterio publicar una trabajo en el New England Journal of Medicine, o en Lancet, revistas que cuentas con cientos de miles de subscriptores y que están en las bibliotecas médicas del todo el mundo, tiene la misma importancia que publicarlo en castellano en Medicina Clinica o en la Revista Clínica Española, que tienen un ambito local y se publican en castellano. Y lo mismo ocurre con Neurology, Annals in Neurology o Lancet Neurology comparadas con Neurología o la Revista Española de Neurología. Yo opino que esto es estúpido y creo que la mayoría del tribunal comparte ese juicio. Pero los tribunales no están para interpretar las reglas del juego sino solo para aplicarlas.
La magnitud de este disparate solo puede comprenderse si se tiene en cuenta que la ciencia es hoy, nos guste o nos pese, una actividad de carácter internacional que se expresa en una lengua única: el inglés científico o, como algunos dicen, el mal inglés. Y las revistas en castellano pueden considerarse como publicaciones clandestinas que no lee nadie. Mas aún, el problema de las publicaciones en castellano es que los autores de ellas ejercen una especie de autocensura de facto pues solo remiten a las revistas españolas aquellos trabajos que consideran que no van a ser aceptados en las otras. De modo que nosotros premiamos aquello que los propios autores consideran indigno de publicación internacional.
Para examinar con rigor las aportaciones científicas de un médico es necesario que se cumplan dos requisitos. En primer lugar hay que leérselas; en segundo término es necesario que los evaluadores tengan capacidad para interpretarlas y ecuanimidad y magnanimidad (literalmente igualdad y grandeza de alma) para valorarlas. Aquí no se ha hecho con rigor sino con jacobinismo e hipocresía. El disparate es tan grande que tengo la esperanza de que alguien impugne todo el proceso.
domingo, 12 de diciembre de 2010
domingo, 5 de diciembre de 2010
El turismo científico
Una de mis lectoras, Milagros, la amantísima esposa de uno de mis queridos compañeros de trabajo, se ha quejado de la discontinuidad reciente de mis exabruptos. El rabino Akiba, la mas grande autoridad religiosa judía de los primeros siglos después de Cristo, cuando estaba cautivo en Roma, escribió a su discípulo favorito Ben Yosai: “Por mucho que quiera mamar la ternera, mas es lo que la vaca ansía darle”. Estar en el tribunal de una OPE durante meses no solo acaba con el tiempo de cualquiera de nosotros sino también con su capacidad de escribir dos frases seguidas coherentes. Pero teniendo en cuenta que Milagros constituyen casi la mitad de mi audiencia, voy a intentar ser mas constante.
Acabo de recibir una carta colectiva de los ministros Garmendia y Sebastian que merece ser comentada y voy a aproveche la quietud obligada de una bronquitis para incorporarla a este cuaderno. Dicen los ministros de Investigación y Ciencia y de Industria y Turismo que España es una potencia científica y turística y que ambas cosas pueden mezclarse y que una de nuestras tareas sería combinar ambos asuntos, atraer grandes congresos a España y fomentar “el turismo científico” (sic) en nuestro país.
A los científicos nos han dicho de todo. Cuando yo empezaba mi carrera profesional el mensaje mas potente que recibíamos es que la ciencia es un ejercicio para misántropos, hombres y mujeres que sometemos a nuestras familias y amigos a penurias y hasta miserias sin cuento porque hemos renunciado a los placeres mundanos y nuestra única diversión es la búsqueda de la verdad y del saber. Recuerdo mis primeras estancias en los Estados Unidos durante las que me sorprendió que los salarios que pagaban las mejores universidades eran muy inferiores a los de las más mediocres porque si “uno trabajaba en un centro de excelencia no necesitaba otras compensaciones”.
El placer del descubrimiento científico era tan grande que había que poseerlo en exclusividad y gozarlo en secreto igual que el disfrute de un amor prohibido. Publicar ¿para qué? Nadie ponía en cuestión la necesidad de difundir resultados cuyas repercusiones sobre la salud eran fundamentales pero sobre la mayoría de las cosas ¿existía placer comparable a escuchar la conferencia magistral de un científico estrella y oirle realizar afirmaciones que nosotros, secretamente, sabíamos que eras inciertas? Pocas cosas mas perversas y placenteras que comprobar que el “gran hombre” estaba equivocado.
Todavía recuerdo con horror que en una ocasión, cuando un investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científica, familiar y amigo, me refirió los detalles de una de sus publicaciones, yo le pregunté ¿pero tú publicas? Yo no quería poner en duda su inteligencia o su capacidad de capacidad de trabajo sino tan solo cuestionarle su frivolidad, tan solo preguntarle ¿por qué perdía el tiempo en esas actividades que considerábamos mitad superficialidad, mitad pedantería?
Porque para nosotros las publicaciones, si no eran muy importantes, eran una cursilada cuando no un crimen ecológico que, con pretexto de la ciencia, aumentaba la pérdida de árboles en la Amazonia. De modo que el científico excesivamente prolífico era no solo un cursi sino un delincuente. El afán por comunicar informaciones inmaduras, recién salidas del horno, poco elaboradas era considerado como una especie de incontinencia.
Afirmaba la leyenda rosa que Luis Miguel Dominguín, casi sin acabar su primer acto de amor con Ava Gardner, se levantó de la cama y comenzó a vestirse. Y que la estrella americana le preguntó: “¿Dónde vas?”, a lo que él contextó: “A contarlo”. Un científico que corría a contar su último hallazgo era considerado, como el torero, como un sujeto de la peor calaña, incapaz de gozar en solitario de un descubrimiento, incapaz de mantener un secreto gozoso. De igual manera que un caballero no cuenta nunca sus secretos de alcoba, un científico que se precie no divulga experimentos que no sean trascendentales. Y sobre todo en el campo de la biomedicina. La obligación de un buen médico era ocuparse de sus pacientes y no perder el tiempo con vanidades mundanas.
Poco a poco las cosas fueron cambiando. La ciencia dejó de ser el campo de cultivo de un individuo aislado y empezó a ser el resultado del esfuerzo de una colectividad. En ese caso era necesario contarlo todo, incluso los fracasos, para que el resto de nuestros compañeros no volvieran a cometer los mismos errores. Los científicos empezamos a ser evaluados y las publicaciones, por otra parte, se convirtieron en el elemento mas importante de la evaluación. Antes la ciencia era una cuestión de los individuos. Si alguien nos financiaba, lo hacía en concepto de donación, sin esperar un retorno, fuera del prestigio. Cuando D. Juan March y D. Pablo Garnica financiaron la construcción y puesta en marcha de la Fundación Jiménez Díaz nadie pensaba que D. Carlos, el fundador, tuviera que presentar en algún momento una memoria justificativa de sus logros. La ciencia se financiaba con “donaciones”, igual que ahora se hace cuando se patroniza un concierto o una exposición de pintura. Ahora empezaban a pedirnos “resultados” y esos resultados se concretaban en publicaciones.
La tercera fase vino cuando empezaron a pedirnos patentes. La ciencia había dejado de ser la búsqueda de la búsqueda de la verdad por parte de un sujeto, ni siquiera por parte de un colectivo. Ya no se trataba de un esfuerzo contemplativo sino solo de la primera parte de un proceso industrial en el que había que conseguir resultados tangibles, susceptibles de explotación industrial, de conseguir retornos. Bueno, eso chocaba un poco con los valores que habíamos mamado los médicos. La misión de los médicos es conseguir el bien de los pacientes; la producción de patentes solo sirve para preservar derechos de explotación. Es verdad que, si Adam Smith llevara razón, el interés de unos pocos podría favorecer el desarrollo de tratamientos que favorezcan a muchos. Pero patentar supone ocultar, no poner en conocimiento de otros, hasta que se reconozcan unos derechos, poner el beneficio de unos pocos por delante de los intereses de la mayoría. Justo lo contrario de los valores del altruísmo que nos han predicado. ¿En qué quedamos?, ¿trabajamos para la humanidad o para nuestros señoritos?
Ahora nos vienen con el turismo. Es lo que nos faltaba. Los científicos ya no podemos recrearnos a solas en nuestros experimentos. Tenemos que publicar, tenemos que patentar y tenemos que pasear a nuestros colegas de otros países por nuestros restaurantes y monumentos y a bailar sevillanas. ¡Que inventen ellos!
Acabo de recibir una carta colectiva de los ministros Garmendia y Sebastian que merece ser comentada y voy a aproveche la quietud obligada de una bronquitis para incorporarla a este cuaderno. Dicen los ministros de Investigación y Ciencia y de Industria y Turismo que España es una potencia científica y turística y que ambas cosas pueden mezclarse y que una de nuestras tareas sería combinar ambos asuntos, atraer grandes congresos a España y fomentar “el turismo científico” (sic) en nuestro país.
A los científicos nos han dicho de todo. Cuando yo empezaba mi carrera profesional el mensaje mas potente que recibíamos es que la ciencia es un ejercicio para misántropos, hombres y mujeres que sometemos a nuestras familias y amigos a penurias y hasta miserias sin cuento porque hemos renunciado a los placeres mundanos y nuestra única diversión es la búsqueda de la verdad y del saber. Recuerdo mis primeras estancias en los Estados Unidos durante las que me sorprendió que los salarios que pagaban las mejores universidades eran muy inferiores a los de las más mediocres porque si “uno trabajaba en un centro de excelencia no necesitaba otras compensaciones”.
El placer del descubrimiento científico era tan grande que había que poseerlo en exclusividad y gozarlo en secreto igual que el disfrute de un amor prohibido. Publicar ¿para qué? Nadie ponía en cuestión la necesidad de difundir resultados cuyas repercusiones sobre la salud eran fundamentales pero sobre la mayoría de las cosas ¿existía placer comparable a escuchar la conferencia magistral de un científico estrella y oirle realizar afirmaciones que nosotros, secretamente, sabíamos que eras inciertas? Pocas cosas mas perversas y placenteras que comprobar que el “gran hombre” estaba equivocado.
Todavía recuerdo con horror que en una ocasión, cuando un investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científica, familiar y amigo, me refirió los detalles de una de sus publicaciones, yo le pregunté ¿pero tú publicas? Yo no quería poner en duda su inteligencia o su capacidad de capacidad de trabajo sino tan solo cuestionarle su frivolidad, tan solo preguntarle ¿por qué perdía el tiempo en esas actividades que considerábamos mitad superficialidad, mitad pedantería?
Porque para nosotros las publicaciones, si no eran muy importantes, eran una cursilada cuando no un crimen ecológico que, con pretexto de la ciencia, aumentaba la pérdida de árboles en la Amazonia. De modo que el científico excesivamente prolífico era no solo un cursi sino un delincuente. El afán por comunicar informaciones inmaduras, recién salidas del horno, poco elaboradas era considerado como una especie de incontinencia.
Afirmaba la leyenda rosa que Luis Miguel Dominguín, casi sin acabar su primer acto de amor con Ava Gardner, se levantó de la cama y comenzó a vestirse. Y que la estrella americana le preguntó: “¿Dónde vas?”, a lo que él contextó: “A contarlo”. Un científico que corría a contar su último hallazgo era considerado, como el torero, como un sujeto de la peor calaña, incapaz de gozar en solitario de un descubrimiento, incapaz de mantener un secreto gozoso. De igual manera que un caballero no cuenta nunca sus secretos de alcoba, un científico que se precie no divulga experimentos que no sean trascendentales. Y sobre todo en el campo de la biomedicina. La obligación de un buen médico era ocuparse de sus pacientes y no perder el tiempo con vanidades mundanas.
Poco a poco las cosas fueron cambiando. La ciencia dejó de ser el campo de cultivo de un individuo aislado y empezó a ser el resultado del esfuerzo de una colectividad. En ese caso era necesario contarlo todo, incluso los fracasos, para que el resto de nuestros compañeros no volvieran a cometer los mismos errores. Los científicos empezamos a ser evaluados y las publicaciones, por otra parte, se convirtieron en el elemento mas importante de la evaluación. Antes la ciencia era una cuestión de los individuos. Si alguien nos financiaba, lo hacía en concepto de donación, sin esperar un retorno, fuera del prestigio. Cuando D. Juan March y D. Pablo Garnica financiaron la construcción y puesta en marcha de la Fundación Jiménez Díaz nadie pensaba que D. Carlos, el fundador, tuviera que presentar en algún momento una memoria justificativa de sus logros. La ciencia se financiaba con “donaciones”, igual que ahora se hace cuando se patroniza un concierto o una exposición de pintura. Ahora empezaban a pedirnos “resultados” y esos resultados se concretaban en publicaciones.
La tercera fase vino cuando empezaron a pedirnos patentes. La ciencia había dejado de ser la búsqueda de la búsqueda de la verdad por parte de un sujeto, ni siquiera por parte de un colectivo. Ya no se trataba de un esfuerzo contemplativo sino solo de la primera parte de un proceso industrial en el que había que conseguir resultados tangibles, susceptibles de explotación industrial, de conseguir retornos. Bueno, eso chocaba un poco con los valores que habíamos mamado los médicos. La misión de los médicos es conseguir el bien de los pacientes; la producción de patentes solo sirve para preservar derechos de explotación. Es verdad que, si Adam Smith llevara razón, el interés de unos pocos podría favorecer el desarrollo de tratamientos que favorezcan a muchos. Pero patentar supone ocultar, no poner en conocimiento de otros, hasta que se reconozcan unos derechos, poner el beneficio de unos pocos por delante de los intereses de la mayoría. Justo lo contrario de los valores del altruísmo que nos han predicado. ¿En qué quedamos?, ¿trabajamos para la humanidad o para nuestros señoritos?
Ahora nos vienen con el turismo. Es lo que nos faltaba. Los científicos ya no podemos recrearnos a solas en nuestros experimentos. Tenemos que publicar, tenemos que patentar y tenemos que pasear a nuestros colegas de otros países por nuestros restaurantes y monumentos y a bailar sevillanas. ¡Que inventen ellos!
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