Una de mis lectoras, Milagros, la amantísima esposa de uno de mis queridos compañeros de trabajo, se ha quejado de la discontinuidad reciente de mis exabruptos. El rabino Akiba, la mas grande autoridad religiosa judía de los primeros siglos después de Cristo, cuando estaba cautivo en Roma, escribió a su discípulo favorito Ben Yosai: “Por mucho que quiera mamar la ternera, mas es lo que la vaca ansía darle”. Estar en el tribunal de una OPE durante meses no solo acaba con el tiempo de cualquiera de nosotros sino también con su capacidad de escribir dos frases seguidas coherentes. Pero teniendo en cuenta que Milagros constituyen casi la mitad de mi audiencia, voy a intentar ser mas constante.
Acabo de recibir una carta colectiva de los ministros Garmendia y Sebastian que merece ser comentada y voy a aproveche la quietud obligada de una bronquitis para incorporarla a este cuaderno. Dicen los ministros de Investigación y Ciencia y de Industria y Turismo que España es una potencia científica y turística y que ambas cosas pueden mezclarse y que una de nuestras tareas sería combinar ambos asuntos, atraer grandes congresos a España y fomentar “el turismo científico” (sic) en nuestro país.
A los científicos nos han dicho de todo. Cuando yo empezaba mi carrera profesional el mensaje mas potente que recibíamos es que la ciencia es un ejercicio para misántropos, hombres y mujeres que sometemos a nuestras familias y amigos a penurias y hasta miserias sin cuento porque hemos renunciado a los placeres mundanos y nuestra única diversión es la búsqueda de la verdad y del saber. Recuerdo mis primeras estancias en los Estados Unidos durante las que me sorprendió que los salarios que pagaban las mejores universidades eran muy inferiores a los de las más mediocres porque si “uno trabajaba en un centro de excelencia no necesitaba otras compensaciones”.
El placer del descubrimiento científico era tan grande que había que poseerlo en exclusividad y gozarlo en secreto igual que el disfrute de un amor prohibido. Publicar ¿para qué? Nadie ponía en cuestión la necesidad de difundir resultados cuyas repercusiones sobre la salud eran fundamentales pero sobre la mayoría de las cosas ¿existía placer comparable a escuchar la conferencia magistral de un científico estrella y oirle realizar afirmaciones que nosotros, secretamente, sabíamos que eras inciertas? Pocas cosas mas perversas y placenteras que comprobar que el “gran hombre” estaba equivocado.
Todavía recuerdo con horror que en una ocasión, cuando un investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científica, familiar y amigo, me refirió los detalles de una de sus publicaciones, yo le pregunté ¿pero tú publicas? Yo no quería poner en duda su inteligencia o su capacidad de capacidad de trabajo sino tan solo cuestionarle su frivolidad, tan solo preguntarle ¿por qué perdía el tiempo en esas actividades que considerábamos mitad superficialidad, mitad pedantería?
Porque para nosotros las publicaciones, si no eran muy importantes, eran una cursilada cuando no un crimen ecológico que, con pretexto de la ciencia, aumentaba la pérdida de árboles en la Amazonia. De modo que el científico excesivamente prolífico era no solo un cursi sino un delincuente. El afán por comunicar informaciones inmaduras, recién salidas del horno, poco elaboradas era considerado como una especie de incontinencia.
Afirmaba la leyenda rosa que Luis Miguel Dominguín, casi sin acabar su primer acto de amor con Ava Gardner, se levantó de la cama y comenzó a vestirse. Y que la estrella americana le preguntó: “¿Dónde vas?”, a lo que él contextó: “A contarlo”. Un científico que corría a contar su último hallazgo era considerado, como el torero, como un sujeto de la peor calaña, incapaz de gozar en solitario de un descubrimiento, incapaz de mantener un secreto gozoso. De igual manera que un caballero no cuenta nunca sus secretos de alcoba, un científico que se precie no divulga experimentos que no sean trascendentales. Y sobre todo en el campo de la biomedicina. La obligación de un buen médico era ocuparse de sus pacientes y no perder el tiempo con vanidades mundanas.
Poco a poco las cosas fueron cambiando. La ciencia dejó de ser el campo de cultivo de un individuo aislado y empezó a ser el resultado del esfuerzo de una colectividad. En ese caso era necesario contarlo todo, incluso los fracasos, para que el resto de nuestros compañeros no volvieran a cometer los mismos errores. Los científicos empezamos a ser evaluados y las publicaciones, por otra parte, se convirtieron en el elemento mas importante de la evaluación. Antes la ciencia era una cuestión de los individuos. Si alguien nos financiaba, lo hacía en concepto de donación, sin esperar un retorno, fuera del prestigio. Cuando D. Juan March y D. Pablo Garnica financiaron la construcción y puesta en marcha de la Fundación Jiménez Díaz nadie pensaba que D. Carlos, el fundador, tuviera que presentar en algún momento una memoria justificativa de sus logros. La ciencia se financiaba con “donaciones”, igual que ahora se hace cuando se patroniza un concierto o una exposición de pintura. Ahora empezaban a pedirnos “resultados” y esos resultados se concretaban en publicaciones.
La tercera fase vino cuando empezaron a pedirnos patentes. La ciencia había dejado de ser la búsqueda de la búsqueda de la verdad por parte de un sujeto, ni siquiera por parte de un colectivo. Ya no se trataba de un esfuerzo contemplativo sino solo de la primera parte de un proceso industrial en el que había que conseguir resultados tangibles, susceptibles de explotación industrial, de conseguir retornos. Bueno, eso chocaba un poco con los valores que habíamos mamado los médicos. La misión de los médicos es conseguir el bien de los pacientes; la producción de patentes solo sirve para preservar derechos de explotación. Es verdad que, si Adam Smith llevara razón, el interés de unos pocos podría favorecer el desarrollo de tratamientos que favorezcan a muchos. Pero patentar supone ocultar, no poner en conocimiento de otros, hasta que se reconozcan unos derechos, poner el beneficio de unos pocos por delante de los intereses de la mayoría. Justo lo contrario de los valores del altruísmo que nos han predicado. ¿En qué quedamos?, ¿trabajamos para la humanidad o para nuestros señoritos?
Ahora nos vienen con el turismo. Es lo que nos faltaba. Los científicos ya no podemos recrearnos a solas en nuestros experimentos. Tenemos que publicar, tenemos que patentar y tenemos que pasear a nuestros colegas de otros países por nuestros restaurantes y monumentos y a bailar sevillanas. ¡Que inventen ellos!
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario