lunes, 1 de agosto de 2011

Erik el Rojo

Hablé con Erik por última vez durante la reunión de la Sociedad Española de Neurología de primavera de este año en Madrid, minutos después de que terminara el pequeño homenaje que la Sociedad le ofreció y de que él recogiera el regalo acreditativo de su nombramiento como miembro honorario. Erik había disminuido su presencia en esas reuniones, se manifestaba como alejado del mundo académico, y probablemente acudió a esta su última reunión, fatigado y cansado, condescendiente con las pamplinas formales de la Sociedad y con la idea de despedirse de sus muchos amigos.

Yo conocí a Erik hacia el año 68 cuando yo era estudiante de Medicina y rotaba en la Unidad de Neurología del Hospital Clínico de S. Carlos que dirigía Alberto Portera y él venía a visitarnos, de vez en cuando, desde Londres, donde Erik completaba su formación neurológica. Era deslumbrante, tenía un lenguaje diferente, una brillantez extraordinaria, unos conocimientos a los que nosotros no podíamos llegar.

Cuando yo terminé la carrera de Medicina, hice mi residencia de Neurología en la Fundación Jiménez Díaz y me marché a los Estados Unidos para completar mi formación. Al cabo de algún tiempo pude establecerme en Charlottesville, Virginia, cuya universidad, la primera universidad pública del país, fundada por Thomas Jefferson y situada en un entorno maravilloso, tenía uno de los mejores programas del país en lo que se refiere a Neurología y es la universidad que mas presidentes a dado a los Estados Unidos.

En el departamento de Neurología de la Universidad de Virginia trabajaba entonces un neurólogo español, Justiniano Fernández Campa, excelente neurólogo y maravillosa persona, que había realizado aportaciones científicas y médicas muy importantes, en relación con las enfermedades del músculo, que entonces se encontraban en un momento dulce de su desarrollo científico. Justiniano, además de su trabajo en la Universidad, ejercía de anfitrión y protector de cualquier españolito que asomase por Virginia, entre otros de nuestra familia. El estaba muy bien integrado en la sociedad americana, casado con Nancy, una mujer encantadora, que ejercía igualmente de embajadora honoraria y era padre de tres hijos que no hablaban ni palabra de castellano. Era muy estimado en su departamento, muy querido por sus pacientes, tenía una casa preciosa en el campo, a 10 minutos de la universidad y disponía de una posición económica y social a la que no podía aspirar ningún neurólogo en España. Pero, sin embargo, no descartaba volver a nuestro país si en algún momento se le brindaba una oportunidad razonable para desempeñar aquí su actividad.

A mediados de 1973 Justiniano pensó que esa oportunidad podría estar a su alcance. Tuvo conocimiento por contactos personales de que en Madrid se estaba construyendo un centro hospitalario de ámbito nacional, que iba a estar muy bien dotado desde el punto de vista económico y científico y que sería lo que ahora es el Hospital “Ramón y Cajal”, el primer hospital de la red hospitalaria del INSALUD que, en palabras de uno de sus promotores, el Dr. Sixto Obrador, Jefe del Departamento de Neurocirugía, “no iba a llevar el nombre de una virgen o de un falangista” sino de un científico.

Justiniano pensaba, desde mi punto de vista con buen criterio, que en aquellos momentos sería muy difícil encontrar un neurólogo español que pudiese igualar en prestigio, aportaciones científicas y relaciones internacionales. Se propuso pedir una plaza de Jefe del Servicio de Neurología y me pidió si yo quería acompañarle, como jefe de Sección, lo que yo acepté encantado. Con ese proyecto los dos solicitamos que se nos admitiera en la convocatoria de plazas y él envió una carta al Dr. Obrador ofreciendo sus servicios.

Algunos días más tarde Justiniano vino a verme completamente decepcionado. Había recibido una escueta y fría respuesta del Dr. Obrador en la que este le decía que el Jefe del Servicio de Neurología del Hospital Ramón y Cajal iba a ser el Dr. Erik Clavería y que si tenía interés en trabajar en aquel centro se pusiera a las órdenes del Dr. Clavería. Esa humillación iba mas allá de lo que podía tolerar el Dr. Campa, varios años mayor que Clavería y con indiscutible prestigio en los Estados Unidos. Él renunciaba a volver a España y mi proyecto quedó en suspenso.

En el año 1973 se abrió el hospital llamado entonces “1º de octubre” al que, durante la transición se le añadiría un 2 después del 1. Eric se incorporó al Servicio de Neurología, dirigido por Alberto Portera, de ese hospital. Pronto destacó entre los miembros de aquel servicio -la mayoría de ellos personalidades riquísimas no solo como expertos neurólogos sino en virtud de otras cualidades culturales y artísticas desarrolladas a nivel de excelencia- como el tutor preferido de los residentes y como el profesional preferido de los enfermos y los compañeros. Este reconocimiento no fue gratuito sino que trajo consigo, como no podía ser menos, algún recelo y alguna envidia.

En 1973 de puso en marcha en Londres el primer equipo de tomografía computarizada del cerebro, el famoso TAC, que iba a revolucionar la Neurología, permitiendo un diagnóstico relativamente fácil de al menos algunas enfermedades neurológicas, como tumores, hemorragias y otros procesos comunes. Eric se incorporó pronto al equipo que desarrolló esa herramienta en Inglaterra y eso le permitió incluirse en un grupo muy reducido de pioneros de la “nueva Neurología”. Al mismo tiempo, durante esta segunda etapa de Londres, Eric se involucró en las organizaciones democráticas que propugnaban un cambio de sistema político, llegando a desempeñar el papel de representante de la Junta Democrática en aquella ciudad. Eric, que había nacido en Upsala, Suecia, se hacía llamar “el rojo” aprovechando algunas ambigüedades como su nacimiento circunstancial en Escandinavia, su aspecto sonrosado, y sus afiliaciones políticas.

Este compromiso social le costó el puesto de trabajo de Jefe de Servicio de Neurología del Hospital Ramón y Cajal, a pesar del decidido apoyo del Dr. Obrador, personalidad muy influyente del régimen, desde hacía dos décadas, quien se había ganado el respeto de los jerarcas del franquismo desde que sacó la bala alojada en el cerebro de un falangista, víctima de un disparo, realizado probablemente por un provocador de la policía o de sus propios compañeros, durante una de las primeras manifestaciones estudiantiles pro democracia, celebrada en la calle S. Bernardo, en Madrid, en el año 1956. El Dr. Clavería era un miembro destacado de junta democrática y los responsables de la Seguridad Social no iban a permitir que desempeñara un puesto de responsabilidad en un hospital que se consideraba el buque insignia del sistema sanitario. Sin embargo, mi solicitud siguió su curso y, en febrero de 1977, con el hospital todavía sin acabar, volé desde Suecia, donde yo me encontraba ampliando estudios, a Madrid a firmar mi contrato con el hospital Ramón y Cajal.

Ese mismo año se celebró una oposición para cubrir la plaza de Jefe de Servicio que sería finalmente ganada por Alberto Gimeno Álava. Gimeno era más de 10 años mayor que Clavería y por su formación y práctica clínica podía considerarse un neurólogo de otra generación. De formación francesa, fue uno de los pioneros heroicos de la Neurología, contribuyó a establecer esa disciplina como especialidad y realizó aportaciones importantes desde su vuelta de Paris hasta mediados de los años 70. Dirigió la unidad de Neurología de la Clínica Puerta de Hierro, desde su fundación hasta su traslado al Hospital Ramón y Cajal, y eso le permitió, en un momento en el que no había especialidades médicas en hospitales de lo que entonces llamábamos despectivamente “provincias”, a desarrollar y ejercer una enorme influencia. Gimeno recibía en consulta pacientes de todos los hospitales del país, formaba a la mayoría de los futuros neurólogos y tenía la capacidad, al terminar su formación, de colocarlos en puestos de responsabilidad de todos los hospitales que se estaban abriendo. Estaba en todos los tribunales de plazas de Neurología y tenía una gran accesibilidad a todos los escalones del poder y de la nomenclatura del INSALUD. Pero en 1977, Eric era el presente y el futuro y Gimeno era el pasado. Y el Hospital Ramón y Cajal apostó por el pasado.

Eric no pudo presentarse a esa oposición a la que solo concurrieron el propio Gimeno y un neurólogo español, veinte años mas joven, que acababa de terminar su residencia de Neurología en Canadá. Eric ha contado muchas veces que durante aquel verano observó una excesiva curiosidad por parte de algunos de sus compañeros de servicio, ex discípulos de Gimeno, sobre el momento y el lugar de sus vacaciones, y que la convocatoria de la oposición llegó a su domicilio de Madrid en un momento en el que ni él ni ningún miembro de su familia podían recibirla, de modo que no tuvo conocimiento del momento ni lugar del examen y no pudo presentarse.

De modo que en 1977 Eric continuaba como Jefe de Sección de Neurología en el Hospital 12 de octubre una responsabilidad que podría considerarse como de rango inferior a las que hubiera podido desempeñar. Eric se aplica a desempeñar ese trabajo desde el punto de vista de la excelencia tanto profesional como científica, una tarea que provoca algunos roces con otros compañeros menos exigentes y mas autocomplacientes. Por aquella época escuché por primera vez, de sus propios labios, una diferenciación conceptual a la que yo habría de llegar a dar una gran importancia, la diferenciación entre error médico y negligencia médica. El error es una opinión o decisión equivocada a la que se llega después de hacer todo lo razonable para resolver un problema; la negligencia es la actuación descuidada y poco profesional en la que el profesional sanitario no hace por el paciente todo lo que estaba en su mano. Eric tenía misericordia con aquellos que caían en el error no culposo pero carecía de piedad con los negligentes. No estaba dispuesto, por razones de corporativismo médico, a tolerar conductas impropias. Para mí esa contribución moral e intelectual fueron de gran importancia. A lo largo de mi vida profesional yo intenté aplicar esos mismos criterios y tengo que reconocer que hube de pagar por ello un alto precio. Es muy difícil trabajar en un hospital, mantener un alto nivel de autoexigencia, defender los intereses de los pacientes y la verdad científica, y no tener conflictos con los compañeros o con el sistema.

La situación se tensa progresivamente con el paso de los años. Eric vuelve a Londres por temporadas hasta que queda libre una plaza de igual rango jerárquico en Segovia. Eric consigue esa plaza en Segovia, adonde se traslada en lo que puede parecer un retroceso profesional, para crear, en un hospital comarcal que atiende a una población de 150.000 personas en toda la provincia, una de las unidades mas prestigiosas de Neurología del país, con programa de docencia y laboratorios de investigación incluidos, cuyo prestigio es tal que llega a arrebatarme a mi, que desempeño la Jefatura de Servicio de Neurología de un hospital universitario de Madrid con prestigio de décadas, el concurso de colaboradores prestigiosos que vuelven de los mejores hospitales del extranjero después de realizar periodos de formación complementaria.

La actividad de Eric no se limita a la Neurología. Comprometido con la sanidad pública durante varios años trabaja como presidente de la Asociación para la defensa de la Sanidad Pública. Encabeza una coalición progresista independiente y es elegido alcalde de la Granja. En ese puesto va a realizar tareas extraordinarias como potenciar el festival de Segovia, atrayendo compañías de renombre internacional como la de Marcel Marceau y otros, que no se resisten al influjo de su personalidad. Vuelve a poner en marcha la fábrica de vidrio de la Granja, tan prestigiosa en otros tiempos. Levanta un proyecto de reconstrucción del patrimonio histórico y construye un grupo de viviendas sociales. Con la llegada del primer gobierno socialista Eric es nombrado director del FIS. Aprovecha esa oportunidad para poner en marcha la agencia de investigación bio-sanitaria más importante de España, gestionada con criterios modernos.

Durante los últimos meses Eric peleó contra un cáncer de pulmón. El sabía cual era el resultado de esa pelea y no se quiso auto-engañar ni engañar a nadie con falso optimismo y con la representación teatral de la farsa de “vamos a vencer al cáncer”. Cuando nos dimos un abrazo, el me dijo:

“Este es el final, me estoy muriendo”.

A lo que yo contesté:

“Si yo hubiera hecho la mitad de las cosas que has hecho tu no me importaría morirme".

No respondió. Sabía que yo llevaba razón y tenía la grandeza suficiente como para reconocerlo y para no solicitar una prórroga. Eric también sabía que los dioses llaman pronto a su lado a aquellos a quienes aman y dejan en la tierra durante largos periodos de tiempo a los que son mediocres y aburridos y no serían capaces de llevar el heroísmo, la sabiduría, el arte o la diversión al Olimpo. Eric murió a los pocos días, con 67 años.

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