sábado, 5 de septiembre de 2009

Rentable para Hacienda, bueno para la salud. Nada en exceso.

Tiene gran interés el artículo publicado por los profesores Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas, en “La Cuarta Página”, de “EL PAÏS, de 15 de agosto. Estoy de acuerdo con la idea básica que transmite, que puede ser un error exigir una jubilación forzosa e indiscriminada de nuestros profesionales, perjudicial para la sociedad y para los propios individuos, pero deseo realizar algunas matizaciones y precisiones. La sustancia de mi matización es que la opción de jubilarse o seguir desempeñando un puesto de responsabilidad profesional no es un derecho inalienable del sujeto sino que debe ser fruto de un acuerdo, revisable en el tiempo, en el que se tengan en cuenta no solo los intereses individuales sino los sociales. Además, los supuestos beneficios de la prolongación de la actividad profesional son plausibles, pero no probados.
Los profesores Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas citan el caso de Rita Levi Montalcini, una maravillosa mujer y científico ejemplar, que a sus cien años continua activa y con gran interés en la ciencia y en la sociedad, y que acude todavía de forma habitual al laboratorio. Ese caso podría servirnos de ejemplo para afirmaciones más matizadas que las del mencionado artículo. Porque la producción científica de Levi Montalcini durante los últimos años, 10 trabajos publicados en la última década, la mayoría de revisión o de carácter histórico, son mucho menos importantes que la aportación extraordinaria que realizo en la quinta década de su vida, trabajos que le valieron el premio Nobel en el año 1986. Y lo que tenemos que pensar es si el apoyo a la Levi Montalcini centenaria no se hace a costa de dificultar la tarea científica de otros muchos y muchas Levi-Montalcini, con medio siglo menos de vida a sus espaldas, pero con talento, ilusiones y capacidad de trabajo para hacer grandes aportaciones a la ciencia. Porque lo que ahora ocurre es que muchos de nuestros jóvenes talentos, con plazas conseguidas por oposición en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y en la Universidad no encuentran ni el espacio ni el apoyo necesario para desarrollar su actividad mientras que otras personas mayores, en las fases menos productivas de su trayectoria profesional, continúan en situación de privilegio.
No cabe ninguna duda de que la universidad española es una institución gerontocrática, en la que se accede a un puesto estable mucho después de que el candidato esté en las mejores condiciones de hacerlo. Y tampoco es discutible que el profesorado numerario de la Universidad y el personal científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas gozan de inmunidad funcionarial durante toda su vida. De modo que si queremos que nuestro país progrese estaría bien permitir que las personas valiosas pudieran mantener su actividad mas allá de los 70 años, pero sería estupendo que las personas incompetentes pudieran ser jubiladas mucho antes. O sea que el beneficio para la hacienda pública en particular y para lo sociedad en general no depende de que se acorte o alargue la edad de jubilación sino de que se permita trabajar a la gente valiosa, jóvenes o viejos, y se proceda a retirar de los puestos de responsabilidad a las personas menos productivas, respetando sus derechos.
Decía mi maestro, el Prof. Fred Dreifuss, neurólogo prestigioso de la Universidad de Virginia, que en la vida de un científico había tres etapas. En la primera, durante la juventud, se investigaba; en la segunda, de madurez, se administraba; y en la última, la presenil o senil, se enseñaba. Es verdad que el cerebro de los hombres cambia con el tiempo, pierde capacidades y gana otras. La curiosidad –lo que los angloparlantes denominan “novelty seeking behaviour”-, la osadía, la irreverencia hacia la ortodoxia, cualidades tan importantes para que la investigación científica sea original y valiosa, son cualidades del cerebro joven. La prudencia y el sentido del método, tan necesarios para la buena administración, son características del cerebro maduro. Y el amor por la juventud, el interés por lo verdaderamente importante son cualidades de quienes han comenzado ya el descenso desde la cumbre.
No debería considerarse un agravio que si un profesor de más de 70 años se pone a dirigir la tesis doctoral de un científico joven se le pida que cuente con un co-director mas joven, aunque esta solución se base solo en razones biológicas. La esperanza media de vida de los varones en España es de 77 años y de las mujeres 83. Una tesis doctoral puede durar fácilmente mas de 4 años de tal manera que si un estudiante de doctorado escoge como director de tesis a una persona, especialmente varón, de más de 70 años, la probabilidad de que la tesis sea póstuma al director es significativa. Quizás podría seleccionarse al pequeño subgrupo de profesores cuyo estado de salud es excepcional aunque eso nos obligaría a chequeos médicos de los irreductibles que desean continuar en el puesto de mando de la investigación, chequeos que deberían incluir un examen neurológico detallado, electrocardiograma, colonoscopia, examen prostático y otros. Lo mismo puede decirse de los proyectos de investigación, en los que el investigador principal debe ocuparse de innumerables tareas administrativas que a una cierta edad se convierten en extraordinariamente antipáticas.
Sería estupendo que la permanencia en el puesto de trabajo disminuyera el riesgo de enfermedad de Alzheimer pero los datos aportados por los Prof Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas, fundamentalmente el trabajo de Lupton y colaboradores, publicado en Int J of Geriat Psychiat (una revista de segundo orden en el terreno de la Neurología), son muy débiles y deben analizarse con muchas cautelas. En efecto, se trata de un estudio retrospectivo, en una muestra pequeña, en el que el efecto neuroprotector se limita a los varones, lo que hace pensar que es más bien un artefacto estadístico, que un genuino efecto biológico. Ese estudio no descarta la explicación plausible de que no es la prolongación del trabajo lo que protege de la demencia, sino la presencia de demencia, aunque sea en fases precoces, la que hace que las personas dejen de trabajar. Es verdad que los autores afirman que esta explicación es improbable porque en muchos casos había transcurrido un periodo de 5 o más años entre la jubilación y la demencia, pero hoy sabemos que muchas enfermedades neurológicas pueden dar síntomas precoces de trastorno de función cerebral 15 o más años antes del diagnóstico del proceso.
Y, sobre todo, el artículo de Lupton viene a decir que es mejor seguir trabajando que dejar de hacerlo pero no analiza los múltiples elementos asociados a dejar de trabajar –disminución de ingresos económicos, posible aislamiento social, aumento de actividades, como ver la televisión, que se sabe producen un aumento del riesgo de enfermedad de Alzheimer- ni las alternativas al trabajo. ¿Qué pasa con los sujetos que dejan el trabajo y se “ocupan” en otras actividades como matricularse en cursos para adultos en la universidad, inscribirse en asociaciones vocacionales o recreacionales, rehacer su vida sentimental o acudir a determinado tipo de actividades?. Sobre todo, no podemos permitir que muchos de nuestros conciudadanos, que han llegado a la edad de jubilación y la esperan con regocijo, puedan pensar que deben retrasarla porque de esa manera disminuyen su riesgo de padecer un trastorno tan trágico como la enfermedad de Alzheimer.

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