lunes, 13 de mayo de 2013

Viva Lasquetty

Durante los tiempos de la República las fuerzas vivas de los pequeños municipios españoles estaban formadas por el cura, el boticario, el médico y el maestro. Los dos primeros solían ser conservadores y los dos últimos progresistas, de modo que el equilibrio de fuerzas se establecía por la afiliación del alcalde. Desde entonces, como en la mayoría de los países europeos, los médicos nos hemos ido haciendo conservadores. Es verdad que nos hemos convertido en trabajadores cualificados, que han perdido el control de sus medios de producción, pero al mismo tiempo en trabajadores privilegiados. Los ingresos medios de los médicos son más altos que los de la mayoría de los licenciados, la oferta de puestos de trabajo más grande, el impacto de la crisis sobre su empleo mucho más pequeño. Hace algunos años uno de mis compañeros médico se fue a trabajar a Suecia y quiso afiliarse a un sindicato de clase. Le echaron de allí a patadas con la recomendación de “los médicos deben afiliarse a sindicatos burgueses”. Hemos visto como los colegios de médicos realizan una labor más de defensa corporativista que de mejora de la profesión. Los médicos y sus organizaciones han desempeñado un papel conservador en asuntos como la eutanasia – o su cristalización en el asunto del Dr. Montes y las sedaciones de Leganés-, los temas de intervención genética, la atención a inmigrantes sin papeles, el aborto, y muchos otros. Pues bien, todo esto está a punto de cambiar. Y todo ello por la gracia de …Lasquetty. Los últimos consejeros de Sanidad de la Comunidad de Madrid no se han distinguido ni por la brillantez de su gestión ni por la pulcritud de su respeto hacia lo público en el campo de sus áreas de influencia. Por solo numerar unos ejemplos, José Ignacio Echaniz, consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid en el último gobierno de Gallardón, entregó la Fundación Jiménez Díaz, el hospital más importante de España en la segunda mitad del siglo XX, a Capio, una empresa privada, a cuyo equipo directivo se incorporaría pronto su hermana Teresa Echaniz. Su sucesor, Lamela, protagonista del caso “Leganés” en el primer gobierno de Esperanza Aguirre, no ha tenido escrúpulo de fichar por un grupo privado de gestión de hospitales. Y el penúltimo, Güemes, esposo de Andrea Fabra, la diputada que se hizo famosa por un sonoro “Que se jodan”, en el congreso de los diputados, pronunciado para celebrar la negación de un subsidio a los desempleados, se hizo no menos famoso por afirmar que no era posible que un asunto como la sanidad que movía tal cantidad de dinero no fuera objeto de negocio y por integrarse en el equipo directivo de una empresa de laboratorios centrales, una iniciativa que él mismo había contribuido a desarrollar. Los tres personajes mencionados tomaron iniciativas en sus áreas de competencia que facilitaron su desembarco o el de sus familiares en áreas privadas de la sanidad. Pero no cometieron el error de Lasquetty quien ha hecho lo mismo que ellos, facilitar que la sanidad no sea sobre todo un servicio sino sobre todo un negocio, pero al mismo tiempo ha cometido el error de lesionar los intereses de los médicos. El gran error de Luis XVI y de Maria Antonieta fue que al mismo tiempo que subía el precio del pan convocaron cortes para subir los impuestos. Eso acabó costándoles la cabeza. No se puede entregar el “negocio” de la sanidad a los amigos al mismo tiempo que se aumentan las horas de trabajo de los profesionales y se les disminuye el sueldo. Si se quiere entregar el gran pastel a los amigos hay que dar una parte del pequeño pastel a los profesionales; y si se quiere apretar el cinturón a los profesionales hay que sembrar el terror y ser más puro que el “incorruptible”. Lasquetty sin embargo se ha comportado con más capacidad de agitación que un antiguo agente de la Komintern hasta el punto de que ha conseguido ponerse en contra a una asociación de jefes de servicio, la mayoría de ellos nombrados a dedo por el propio Lasquetty y sus subordinados o sus antecesores. En este momento está en marcha un movimiento revindicativo de profesionales sanitarios como no se veía desde los últimos años del régimen de Franco y como los más viejos del lugar no soñábamos con volver a ver. ¡Gracias, Lasquetty, por dar nos esa alegría! Quizás el ejemplo más glorioso de esa extraordinaria capacidad para concitar voluntades en contra sea lo que acaba de ocurrir con las jubilaciones forzosas de profesionales. Un buen número de compañeros mayores de 65 años solicitaron en su momento prolongar su vida profesional hasta los 70 años y su solicitud fue aprobada tras la comprobación de que cumplían los requisitos exigidos por la administración. Hace unos meses, sin embargo, estas personas cuya prórroga había sido concedida recibieron una notificación en la que se les advertía de que de lo dicho nada. Debía volver a presentar otra nueva solicitud acompañada de una memoria de actividades y proyectos y solicitar nuevas prórrogas para su actividad profesional que en este caso solo tendrían una duración de un año. No se les explicó cómo era posible que una solicitud aprobada meses antes para cinco años hubiera de ser inválida ni cuáles serían los criterios para la concesión o renovación, ni quien juzgaría esas nuevas solicitudes, si evaluadores externos, los propios profesionales o los directivos, según su libre albedrío. Se les daba de plazo hasta el 30 de abril y si no lo hacían ese mismo día se les daría por jubilados. En algunos hospitales el día 30 de abril se citó a los profesionales para que acudieran a una sala, donde sin ninguna dignidad ni intimidad, llevados al matadero como ganado, se les comunicó el resultado de la decisión y la mayoría a la que se le denegó la continuación se le conminó a agotar las vacaciones antes del 15 de mayo, último día de su trabajo profesional. Profesionales con más de 40 años de servicio han sido conminados a abandonar consultas en las que atendían pacientes a los que llevaban viendo varios años; otros, con proyectos de investigación vigentes para varios años, rubricados por la firma de los responsables sanitarios, han tenido que cesar de pronto como responsables del desarrollo de proyectos de investigación financiados por organismos públicos. ¡Qué despilfarro de recursos, que grosería, que falta de respeto a los pacientes! Con independencia de la ilegalidad de estas decisiones, ¿no podrían haber sido un poco más elegantes? ¿Por qué no han llamado a los afectados de manera individual y discutido con cada uno de ellos un plan individualizado de transmisión progresiva de tareas en un tiempo prudencial? Lasquetty no solo acaba con una generación de médicos. Muchos de aquellos que acabamos la carrera de Medicina en la última década del franquismo, entre 1965 y 1975, hartos de la mediocridad intelectual de nuestras universidad y de la rutina de nuestros hospitales nos fuimos a otros países a trabajar y a aprender los principios y la práctica de la medicina moderna. Y muchos volvimos al cabo de los años, trajimos lo que habíamos aprendido fuera y nos convertimos en los líderes de un sistema sanitario que algunos años más tarde iba a ser uno de los mejores del mundo. Eso se termina con la jubilación de aquella generación. A partir de ahora en el terreno de la Medicina volvemos al casticismo. Va a haber muchas reclamaciones y la consejería de sanidad va a perderla porque no se puede autorizar una prolongación de actividad laboral y luego negarla. El problema es que, mientras que los gestores se auto conceden premios dinerarios en concepto de cumplimiento de objetivos las indemnizaciones que se generen en los juzgados no las pagan ellos sino nosotros. Si no fuera por eso, tras comprobar su enorme capacidad de encabronar a todo el mundo, incluidos sus fieles, a uno le gustaría gritar: ¡VIVA LASQUETTY!

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