Hablé con Erik por última vez durante la reunión de la Sociedad Española de Neurología de primavera de este año en Madrid, minutos después de que terminara el pequeño homenaje que la Sociedad le ofreció y de que él recogiera el regalo acreditativo de su nombramiento como miembro honorario. Erik había disminuido su presencia en esas reuniones, se manifestaba como alejado del mundo académico, y probablemente acudió a esta su última reunión, fatigado y cansado, condescendiente con las pamplinas formales de la Sociedad y con la idea de despedirse de sus muchos amigos.
Yo conocí a Erik hacia el año 68 cuando yo era estudiante de Medicina y rotaba en la Unidad de Neurología del Hospital Clínico de S. Carlos que dirigía Alberto Portera y él venía a visitarnos, de vez en cuando, desde Londres, donde Erik completaba su formación neurológica. Era deslumbrante, tenía un lenguaje diferente, una brillantez extraordinaria, unos conocimientos a los que nosotros no podíamos llegar.
Cuando yo terminé la carrera de Medicina, hice mi residencia de Neurología en la Fundación Jiménez Díaz y me marché a los Estados Unidos para completar mi formación. Al cabo de algún tiempo pude establecerme en Charlottesville, Virginia, cuya universidad, la primera universidad pública del país, fundada por Thomas Jefferson y situada en un entorno maravilloso, tenía uno de los mejores programas del país en lo que se refiere a Neurología y es la universidad que mas presidentes a dado a los Estados Unidos.
En el departamento de Neurología de la Universidad de Virginia trabajaba entonces un neurólogo español, Justiniano Fernández Campa, excelente neurólogo y maravillosa persona, que había realizado aportaciones científicas y médicas muy importantes, en relación con las enfermedades del músculo, que entonces se encontraban en un momento dulce de su desarrollo científico. Justiniano, además de su trabajo en la Universidad, ejercía de anfitrión y protector de cualquier españolito que asomase por Virginia, entre otros de nuestra familia. El estaba muy bien integrado en la sociedad americana, casado con Nancy, una mujer encantadora, que ejercía igualmente de embajadora honoraria y era padre de tres hijos que no hablaban ni palabra de castellano. Era muy estimado en su departamento, muy querido por sus pacientes, tenía una casa preciosa en el campo, a 10 minutos de la universidad y disponía de una posición económica y social a la que no podía aspirar ningún neurólogo en España. Pero, sin embargo, no descartaba volver a nuestro país si en algún momento se le brindaba una oportunidad razonable para desempeñar aquí su actividad.
A mediados de 1973 Justiniano pensó que esa oportunidad podría estar a su alcance. Tuvo conocimiento por contactos personales de que en Madrid se estaba construyendo un centro hospitalario de ámbito nacional, que iba a estar muy bien dotado desde el punto de vista económico y científico y que sería lo que ahora es el Hospital “Ramón y Cajal”, el primer hospital de la red hospitalaria del INSALUD que, en palabras de uno de sus promotores, el Dr. Sixto Obrador, Jefe del Departamento de Neurocirugía, “no iba a llevar el nombre de una virgen o de un falangista” sino de un científico.
Justiniano pensaba, desde mi punto de vista con buen criterio, que en aquellos momentos sería muy difícil encontrar un neurólogo español que pudiese igualar en prestigio, aportaciones científicas y relaciones internacionales. Se propuso pedir una plaza de Jefe del Servicio de Neurología y me pidió si yo quería acompañarle, como jefe de Sección, lo que yo acepté encantado. Con ese proyecto los dos solicitamos que se nos admitiera en la convocatoria de plazas y él envió una carta al Dr. Obrador ofreciendo sus servicios.
Algunos días más tarde Justiniano vino a verme completamente decepcionado. Había recibido una escueta y fría respuesta del Dr. Obrador en la que este le decía que el Jefe del Servicio de Neurología del Hospital Ramón y Cajal iba a ser el Dr. Erik Clavería y que si tenía interés en trabajar en aquel centro se pusiera a las órdenes del Dr. Clavería. Esa humillación iba mas allá de lo que podía tolerar el Dr. Campa, varios años mayor que Clavería y con indiscutible prestigio en los Estados Unidos. Él renunciaba a volver a España y mi proyecto quedó en suspenso.
En el año 1973 se abrió el hospital llamado entonces “1º de octubre” al que, durante la transición se le añadiría un 2 después del 1. Eric se incorporó al Servicio de Neurología, dirigido por Alberto Portera, de ese hospital. Pronto destacó entre los miembros de aquel servicio -la mayoría de ellos personalidades riquísimas no solo como expertos neurólogos sino en virtud de otras cualidades culturales y artísticas desarrolladas a nivel de excelencia- como el tutor preferido de los residentes y como el profesional preferido de los enfermos y los compañeros. Este reconocimiento no fue gratuito sino que trajo consigo, como no podía ser menos, algún recelo y alguna envidia.
En 1973 de puso en marcha en Londres el primer equipo de tomografía computarizada del cerebro, el famoso TAC, que iba a revolucionar la Neurología, permitiendo un diagnóstico relativamente fácil de al menos algunas enfermedades neurológicas, como tumores, hemorragias y otros procesos comunes. Eric se incorporó pronto al equipo que desarrolló esa herramienta en Inglaterra y eso le permitió incluirse en un grupo muy reducido de pioneros de la “nueva Neurología”. Al mismo tiempo, durante esta segunda etapa de Londres, Eric se involucró en las organizaciones democráticas que propugnaban un cambio de sistema político, llegando a desempeñar el papel de representante de la Junta Democrática en aquella ciudad. Eric, que había nacido en Upsala, Suecia, se hacía llamar “el rojo” aprovechando algunas ambigüedades como su nacimiento circunstancial en Escandinavia, su aspecto sonrosado, y sus afiliaciones políticas.
Este compromiso social le costó el puesto de trabajo de Jefe de Servicio de Neurología del Hospital Ramón y Cajal, a pesar del decidido apoyo del Dr. Obrador, personalidad muy influyente del régimen, desde hacía dos décadas, quien se había ganado el respeto de los jerarcas del franquismo desde que sacó la bala alojada en el cerebro de un falangista, víctima de un disparo, realizado probablemente por un provocador de la policía o de sus propios compañeros, durante una de las primeras manifestaciones estudiantiles pro democracia, celebrada en la calle S. Bernardo, en Madrid, en el año 1956. El Dr. Clavería era un miembro destacado de junta democrática y los responsables de la Seguridad Social no iban a permitir que desempeñara un puesto de responsabilidad en un hospital que se consideraba el buque insignia del sistema sanitario. Sin embargo, mi solicitud siguió su curso y, en febrero de 1977, con el hospital todavía sin acabar, volé desde Suecia, donde yo me encontraba ampliando estudios, a Madrid a firmar mi contrato con el hospital Ramón y Cajal.
Ese mismo año se celebró una oposición para cubrir la plaza de Jefe de Servicio que sería finalmente ganada por Alberto Gimeno Álava. Gimeno era más de 10 años mayor que Clavería y por su formación y práctica clínica podía considerarse un neurólogo de otra generación. De formación francesa, fue uno de los pioneros heroicos de la Neurología, contribuyó a establecer esa disciplina como especialidad y realizó aportaciones importantes desde su vuelta de Paris hasta mediados de los años 70. Dirigió la unidad de Neurología de la Clínica Puerta de Hierro, desde su fundación hasta su traslado al Hospital Ramón y Cajal, y eso le permitió, en un momento en el que no había especialidades médicas en hospitales de lo que entonces llamábamos despectivamente “provincias”, a desarrollar y ejercer una enorme influencia. Gimeno recibía en consulta pacientes de todos los hospitales del país, formaba a la mayoría de los futuros neurólogos y tenía la capacidad, al terminar su formación, de colocarlos en puestos de responsabilidad de todos los hospitales que se estaban abriendo. Estaba en todos los tribunales de plazas de Neurología y tenía una gran accesibilidad a todos los escalones del poder y de la nomenclatura del INSALUD. Pero en 1977, Eric era el presente y el futuro y Gimeno era el pasado. Y el Hospital Ramón y Cajal apostó por el pasado.
Eric no pudo presentarse a esa oposición a la que solo concurrieron el propio Gimeno y un neurólogo español, veinte años mas joven, que acababa de terminar su residencia de Neurología en Canadá. Eric ha contado muchas veces que durante aquel verano observó una excesiva curiosidad por parte de algunos de sus compañeros de servicio, ex discípulos de Gimeno, sobre el momento y el lugar de sus vacaciones, y que la convocatoria de la oposición llegó a su domicilio de Madrid en un momento en el que ni él ni ningún miembro de su familia podían recibirla, de modo que no tuvo conocimiento del momento ni lugar del examen y no pudo presentarse.
De modo que en 1977 Eric continuaba como Jefe de Sección de Neurología en el Hospital 12 de octubre una responsabilidad que podría considerarse como de rango inferior a las que hubiera podido desempeñar. Eric se aplica a desempeñar ese trabajo desde el punto de vista de la excelencia tanto profesional como científica, una tarea que provoca algunos roces con otros compañeros menos exigentes y mas autocomplacientes. Por aquella época escuché por primera vez, de sus propios labios, una diferenciación conceptual a la que yo habría de llegar a dar una gran importancia, la diferenciación entre error médico y negligencia médica. El error es una opinión o decisión equivocada a la que se llega después de hacer todo lo razonable para resolver un problema; la negligencia es la actuación descuidada y poco profesional en la que el profesional sanitario no hace por el paciente todo lo que estaba en su mano. Eric tenía misericordia con aquellos que caían en el error no culposo pero carecía de piedad con los negligentes. No estaba dispuesto, por razones de corporativismo médico, a tolerar conductas impropias. Para mí esa contribución moral e intelectual fueron de gran importancia. A lo largo de mi vida profesional yo intenté aplicar esos mismos criterios y tengo que reconocer que hube de pagar por ello un alto precio. Es muy difícil trabajar en un hospital, mantener un alto nivel de autoexigencia, defender los intereses de los pacientes y la verdad científica, y no tener conflictos con los compañeros o con el sistema.
La situación se tensa progresivamente con el paso de los años. Eric vuelve a Londres por temporadas hasta que queda libre una plaza de igual rango jerárquico en Segovia. Eric consigue esa plaza en Segovia, adonde se traslada en lo que puede parecer un retroceso profesional, para crear, en un hospital comarcal que atiende a una población de 150.000 personas en toda la provincia, una de las unidades mas prestigiosas de Neurología del país, con programa de docencia y laboratorios de investigación incluidos, cuyo prestigio es tal que llega a arrebatarme a mi, que desempeño la Jefatura de Servicio de Neurología de un hospital universitario de Madrid con prestigio de décadas, el concurso de colaboradores prestigiosos que vuelven de los mejores hospitales del extranjero después de realizar periodos de formación complementaria.
La actividad de Eric no se limita a la Neurología. Comprometido con la sanidad pública durante varios años trabaja como presidente de la Asociación para la defensa de la Sanidad Pública. Encabeza una coalición progresista independiente y es elegido alcalde de la Granja. En ese puesto va a realizar tareas extraordinarias como potenciar el festival de Segovia, atrayendo compañías de renombre internacional como la de Marcel Marceau y otros, que no se resisten al influjo de su personalidad. Vuelve a poner en marcha la fábrica de vidrio de la Granja, tan prestigiosa en otros tiempos. Levanta un proyecto de reconstrucción del patrimonio histórico y construye un grupo de viviendas sociales. Con la llegada del primer gobierno socialista Eric es nombrado director del FIS. Aprovecha esa oportunidad para poner en marcha la agencia de investigación bio-sanitaria más importante de España, gestionada con criterios modernos.
Durante los últimos meses Eric peleó contra un cáncer de pulmón. El sabía cual era el resultado de esa pelea y no se quiso auto-engañar ni engañar a nadie con falso optimismo y con la representación teatral de la farsa de “vamos a vencer al cáncer”. Cuando nos dimos un abrazo, el me dijo:
“Este es el final, me estoy muriendo”.
A lo que yo contesté:
“Si yo hubiera hecho la mitad de las cosas que has hecho tu no me importaría morirme".
No respondió. Sabía que yo llevaba razón y tenía la grandeza suficiente como para reconocerlo y para no solicitar una prórroga. Eric también sabía que los dioses llaman pronto a su lado a aquellos a quienes aman y dejan en la tierra durante largos periodos de tiempo a los que son mediocres y aburridos y no serían capaces de llevar el heroísmo, la sabiduría, el arte o la diversión al Olimpo. Eric murió a los pocos días, con 67 años.
lunes, 1 de agosto de 2011
martes, 21 de junio de 2011
De la reverencia al repudio de la Nomenclatura
Ayer estuve en la manifestación del 19-J. Fue muy emocionante, la Castellana recuperó la función de lo que fue siempre, un río, solo que esta ocasión era un río de personas de todo tipo, jóvenes, maduros con niños, sesentones añorantes, como yo, e incluso mas mayores. La calle central bajaba llena de gente que desbordaba los parterres laterales con sus terrazas de verano abiertas, e incluso las calles laterales. El ambiente era estupendo: pancartas, slogans, música, gente que nos refrescaba a los participantes con pulverizadores de agua, etc.
Los organizadores pusieron un enorme esfuerzo en que la manifestación fuera pacífica y en aislar y suprimir cualquier brote de violencia. Hicieron bien. Durante la última semana se ha intentado desacreditar el movimiento poniendo de relevancia algunos brotes aislados de violencia (bloqueo del Parlamento Catalán, insultos a algunos políticos, etc.) que han tenido lugar en algunas ocasiones, pocas ocasiones, muchas menos de las que sería razonable esperar en un movimiento tan numeroso, tan espontáneo, en el que centenares de miles de personas, quizás millones de personas, han ocupado calles y plazas del país para decir que están hartos.
Digo que hacen bien los organizadores en poner todos los esfuerzos posibles para evitar por todos los medios posibles que este movimiento aparezca asociado a la violencia. Pero lo digo porque creo que evitar la violencia es mejor táctica que la contraria, no porque piense que la protesta deba ser un movimiento respetuoso del establishment, como algunos querrían, una especie de aventura hippy de unos pocos piraos que se limitan a pedir respetuosamente que les hagan un poco de caso, a recitar jaculatorias o mantras y a fumar canutos. Antes al contrario, este movimiento es o debería ser una revolución, y hacer triunfar una revolución verdadera no es un juego.
Al contrario, el movimiento tiene enemigos muy poderosos. Algunos de ellos ya se han opuesto, de momento de forma discreta, para no hacerse acreedores del rechazo popular; otros ahora le cortejan pero se opondrán en cuanto lleguen al convencimiento de que no pueden controlarlo. Si este movimiento triunfara pasaría por encima de los privilegios de una clase, a la que, como Solzhenitsyn, podríamos llamar “la Nomenklatura”, que incluye a mucha gente, a los líderes de los partidos políticos, a los miembros de la alta administración del Estado, las Autonomías, la Administración local, a los miembros de los consejos de administración de las grandes empresas, a los profesionales acaparadores de empleos, etc..
Lo que es evidente es el cambio de mentalidad de la población. Ayer se gritaba en la manifestación contra un banquero importante del país y los gritos e insultos parecían deberse mas a su condición de banquero que a cuestiones personales. Hace 25 años se investía doctor honoris causa por una universidad madrileña a otro banquero importante, que pocos meses después pasaría por la cárcel. Cruel ironía del destino, para muchos jóvenes de mi generación, que deseábamos libertad para los partidos políticos, la cárcel fue una especie de universidad. Hasta hace poco los políticos acudían a inauguraciones pre-electorales donde eran acogidos entre aplausos por una multitud mayor o menor de admiradores; ahora los reciben con protestas, con algún reproche, quizás incluso algún insulto. Nada extraordinario pero algo para ellos, acostumbrados al halago continuo, absolutamente inconcebible. Hemos pasado en apenas unos días de la reverencia al repudio de la nomenclatura.
Para las personas de mi generación es muy interesante lo que ha pasado con los partidos políticos. Muchos de nosotros, hace 35-40 años, asumimos riesgos personales importantes al reclamar la existencia de partidos políticos; y ahora entendemos que esos mismos partidos, por los que luchamos hace tiempo, tienen una gran responsabilidad en los males del país. ¿Cómo pueden haber cambiado tanto las cosas en tan poco tiempo? Hace unas décadas el partido político era una forma fundamental de organizarse libremente en la sociedad. Los partidos tenían una ideología, un corpus doctrinal, una militancia, una nomenclatura, un proyecto político y unos órganos de expresión. En el mundo global en el que nos movemos la ideología se ha ido perdiendo, la militancia se ha relajado, los órganos de expresión partidarios, básicamente periódicos, han sido sustituidos por grandes conglomerados de medios, sobre todo televisiones, que solo pueden estar bajo la influencia de los poderosos. En resumen, cada vez menos ideología y cada vez mas nomenclatura.
En estas ha aparecido Internet. La imprenta permitió el protestantismo porque, si podemos imprimir biblias a coste asequible y leerlas cada uno de nosotros ¿para qué necesitamos de un clérigo que nos las explique? Los periódicos, “órganos de expresión”, fomentaron el poder de los partidos durante los últimos dos siglos. Pero ahora tenemos herramientas que nos permiten difundir información a redes sociales de millones de personas en segundos. En esas circunstancias, si podemos ponernos en contacto con grandes masas de población ¿para qué necesitamos herramientas vicarias mas ineficaces y que parecen comportarse como defensoras de los intereses de una nueva clase, la clase política?. Antes había clases sociales privilegiadas como la aristocracia y el clero. Ahora el clero continúa con sus privilegios pero han surgido nuevas clases privilegiadas: la clase política, la clase los grandes gestores, etc.
Una persona tan estimable como el señor Jauregui, Ministro de la Presidencia, por quien yo tengo una gran consideración, se preguntaba, sorprendido, hace días qué legitimidad podría tener una asamblea de varios miles de ciudadanos de Cataluña para reprobar a unos representantes que habían sido elegidos por 3.200.000 personas. Yo creo que es un planteamiento erróneo. En primer lugar porque la legitimidad de una reclamación no procede del número de sujetos que la hagan sino del fundamento que tenga. Pero, en segundo lugar, porque los números que cita deben ser manejados con exquisita pulcritud. A decir verdad ningún representante político de Cataluña fue votado por 3.200.000 ciudadanos. El partido vencedor, CiU, obtuvo un total de 1.206.000 votos, de un total de 3.134.000 votos emitidos, y de un censo de 5.227.000 personas del censo. Eso quiere decir que el partido ganador, en este caso que gobierna, fue elegido por un 23% de los miembros del censo; es decir, votado afirmativamente, contando con la aprobación explícita, de menos de uno de cada cuatro ciudadanos de Cataluña. Artificios de la democracia, nada parecido a la democracia ateniense en la que cualquier decisión requería ser aprobada por al menos la mitad mas uno de los 501 votantes. Ahora pueden gobernarnos sin el apoyo explícito de 3 de cada 4 ciudadanos.
Otros políticos menos pudorosos han dicho claramente que hay que acabar con las manifestaciones, que la verdadera democracia consiste en votar en las urnas solo una vez cada cuatro años. Es muy sorprendente. El congreso de los Estados Unidos, la democracia mas antigua de Occidente, se llama literalmente “la casa de los representantes”. Los congresistas son –no es poco-representantes de los ciudadanos, pero solo representantes de los ciudadanos. En un país tan grande como Estados Unidos, a finales del siglo XVIII, los ciudadanos solo podían expresar sus preferencias a través de la representación. No era, no podía ser, como en la Atenas del siglo IV antes de Cristo, donde los ciudadanos votaban directamente si Socrates era culpable o inocente o si Albicíades debía ser enviado o no al destierro; ni como los cantones suizos de este siglo, donde muchas cosas se deciden por referendum popular. Pero ahora, con las nuevas herramientas de comunicación social disponibles, pretender que la participación de los ciudadanos en la sociedad deba limitarse a introducir en una urna la papeleta electoral que menos les disguste es, simplemente, inaceptable. Y justificar que personas elegidas con tan poco apoyo gocen de privilegios injustificables de acuerdo a sus méritos y capacidades y gobiernen desde la arrogancia es inimaginable.
Debemos continuar así, actuando con respeto, pero con rotundidad, expresando nuestra protesta, con respeto, pero con claridad. Lo del respeto me recuerda la célebre escena de “El alcalde de Zalamea” cuando Crespo detiene a D.Alvaro, después de suplicarle en vano que se case con su hija Isabel, a quien el capitán había violado, y D. Alvaro exige, por su condición de militar, ser tratado con respeto:
“Con respeto le llevad
a las casas, en efeto,
del concejo, y con respeto
un par de grillos le echad,
y una cadena, y tened,
con respeto, gran cuidado
que no hable a ningún soldado.
Y a todos también poned
en la cárcel, que es razón,
y aparte, porque después,
con respeto, a todos tres
les tomen la confesión.”
“Y aquí, para entre los dos,
si hallo harto paño, en efeto,
con muchísimo respeto
os he de ahorcar, ¡juro a Dios!”
Pues eso, con muchísimo respeto, hay que pasar de la reverencia al repudio; con muchísimo respeto hay que poner en marcha iniciativas parlamentarias o legislativas populares que eliminen la corrupción, los privilegios y el despotismo; con muchísimo respeto hay que poner en marcha iniciativas económicas que se escapan al capitalismo; y con muchísimo respeto hay que boicotear y llevar a la quiebra a alguna gran compañía o alguna gran institución que se distinga por su prácticas antisociales.
Los organizadores pusieron un enorme esfuerzo en que la manifestación fuera pacífica y en aislar y suprimir cualquier brote de violencia. Hicieron bien. Durante la última semana se ha intentado desacreditar el movimiento poniendo de relevancia algunos brotes aislados de violencia (bloqueo del Parlamento Catalán, insultos a algunos políticos, etc.) que han tenido lugar en algunas ocasiones, pocas ocasiones, muchas menos de las que sería razonable esperar en un movimiento tan numeroso, tan espontáneo, en el que centenares de miles de personas, quizás millones de personas, han ocupado calles y plazas del país para decir que están hartos.
Digo que hacen bien los organizadores en poner todos los esfuerzos posibles para evitar por todos los medios posibles que este movimiento aparezca asociado a la violencia. Pero lo digo porque creo que evitar la violencia es mejor táctica que la contraria, no porque piense que la protesta deba ser un movimiento respetuoso del establishment, como algunos querrían, una especie de aventura hippy de unos pocos piraos que se limitan a pedir respetuosamente que les hagan un poco de caso, a recitar jaculatorias o mantras y a fumar canutos. Antes al contrario, este movimiento es o debería ser una revolución, y hacer triunfar una revolución verdadera no es un juego.
Al contrario, el movimiento tiene enemigos muy poderosos. Algunos de ellos ya se han opuesto, de momento de forma discreta, para no hacerse acreedores del rechazo popular; otros ahora le cortejan pero se opondrán en cuanto lleguen al convencimiento de que no pueden controlarlo. Si este movimiento triunfara pasaría por encima de los privilegios de una clase, a la que, como Solzhenitsyn, podríamos llamar “la Nomenklatura”, que incluye a mucha gente, a los líderes de los partidos políticos, a los miembros de la alta administración del Estado, las Autonomías, la Administración local, a los miembros de los consejos de administración de las grandes empresas, a los profesionales acaparadores de empleos, etc..
Lo que es evidente es el cambio de mentalidad de la población. Ayer se gritaba en la manifestación contra un banquero importante del país y los gritos e insultos parecían deberse mas a su condición de banquero que a cuestiones personales. Hace 25 años se investía doctor honoris causa por una universidad madrileña a otro banquero importante, que pocos meses después pasaría por la cárcel. Cruel ironía del destino, para muchos jóvenes de mi generación, que deseábamos libertad para los partidos políticos, la cárcel fue una especie de universidad. Hasta hace poco los políticos acudían a inauguraciones pre-electorales donde eran acogidos entre aplausos por una multitud mayor o menor de admiradores; ahora los reciben con protestas, con algún reproche, quizás incluso algún insulto. Nada extraordinario pero algo para ellos, acostumbrados al halago continuo, absolutamente inconcebible. Hemos pasado en apenas unos días de la reverencia al repudio de la nomenclatura.
Para las personas de mi generación es muy interesante lo que ha pasado con los partidos políticos. Muchos de nosotros, hace 35-40 años, asumimos riesgos personales importantes al reclamar la existencia de partidos políticos; y ahora entendemos que esos mismos partidos, por los que luchamos hace tiempo, tienen una gran responsabilidad en los males del país. ¿Cómo pueden haber cambiado tanto las cosas en tan poco tiempo? Hace unas décadas el partido político era una forma fundamental de organizarse libremente en la sociedad. Los partidos tenían una ideología, un corpus doctrinal, una militancia, una nomenclatura, un proyecto político y unos órganos de expresión. En el mundo global en el que nos movemos la ideología se ha ido perdiendo, la militancia se ha relajado, los órganos de expresión partidarios, básicamente periódicos, han sido sustituidos por grandes conglomerados de medios, sobre todo televisiones, que solo pueden estar bajo la influencia de los poderosos. En resumen, cada vez menos ideología y cada vez mas nomenclatura.
En estas ha aparecido Internet. La imprenta permitió el protestantismo porque, si podemos imprimir biblias a coste asequible y leerlas cada uno de nosotros ¿para qué necesitamos de un clérigo que nos las explique? Los periódicos, “órganos de expresión”, fomentaron el poder de los partidos durante los últimos dos siglos. Pero ahora tenemos herramientas que nos permiten difundir información a redes sociales de millones de personas en segundos. En esas circunstancias, si podemos ponernos en contacto con grandes masas de población ¿para qué necesitamos herramientas vicarias mas ineficaces y que parecen comportarse como defensoras de los intereses de una nueva clase, la clase política?. Antes había clases sociales privilegiadas como la aristocracia y el clero. Ahora el clero continúa con sus privilegios pero han surgido nuevas clases privilegiadas: la clase política, la clase los grandes gestores, etc.
Una persona tan estimable como el señor Jauregui, Ministro de la Presidencia, por quien yo tengo una gran consideración, se preguntaba, sorprendido, hace días qué legitimidad podría tener una asamblea de varios miles de ciudadanos de Cataluña para reprobar a unos representantes que habían sido elegidos por 3.200.000 personas. Yo creo que es un planteamiento erróneo. En primer lugar porque la legitimidad de una reclamación no procede del número de sujetos que la hagan sino del fundamento que tenga. Pero, en segundo lugar, porque los números que cita deben ser manejados con exquisita pulcritud. A decir verdad ningún representante político de Cataluña fue votado por 3.200.000 ciudadanos. El partido vencedor, CiU, obtuvo un total de 1.206.000 votos, de un total de 3.134.000 votos emitidos, y de un censo de 5.227.000 personas del censo. Eso quiere decir que el partido ganador, en este caso que gobierna, fue elegido por un 23% de los miembros del censo; es decir, votado afirmativamente, contando con la aprobación explícita, de menos de uno de cada cuatro ciudadanos de Cataluña. Artificios de la democracia, nada parecido a la democracia ateniense en la que cualquier decisión requería ser aprobada por al menos la mitad mas uno de los 501 votantes. Ahora pueden gobernarnos sin el apoyo explícito de 3 de cada 4 ciudadanos.
Otros políticos menos pudorosos han dicho claramente que hay que acabar con las manifestaciones, que la verdadera democracia consiste en votar en las urnas solo una vez cada cuatro años. Es muy sorprendente. El congreso de los Estados Unidos, la democracia mas antigua de Occidente, se llama literalmente “la casa de los representantes”. Los congresistas son –no es poco-representantes de los ciudadanos, pero solo representantes de los ciudadanos. En un país tan grande como Estados Unidos, a finales del siglo XVIII, los ciudadanos solo podían expresar sus preferencias a través de la representación. No era, no podía ser, como en la Atenas del siglo IV antes de Cristo, donde los ciudadanos votaban directamente si Socrates era culpable o inocente o si Albicíades debía ser enviado o no al destierro; ni como los cantones suizos de este siglo, donde muchas cosas se deciden por referendum popular. Pero ahora, con las nuevas herramientas de comunicación social disponibles, pretender que la participación de los ciudadanos en la sociedad deba limitarse a introducir en una urna la papeleta electoral que menos les disguste es, simplemente, inaceptable. Y justificar que personas elegidas con tan poco apoyo gocen de privilegios injustificables de acuerdo a sus méritos y capacidades y gobiernen desde la arrogancia es inimaginable.
Debemos continuar así, actuando con respeto, pero con rotundidad, expresando nuestra protesta, con respeto, pero con claridad. Lo del respeto me recuerda la célebre escena de “El alcalde de Zalamea” cuando Crespo detiene a D.Alvaro, después de suplicarle en vano que se case con su hija Isabel, a quien el capitán había violado, y D. Alvaro exige, por su condición de militar, ser tratado con respeto:
“Con respeto le llevad
a las casas, en efeto,
del concejo, y con respeto
un par de grillos le echad,
y una cadena, y tened,
con respeto, gran cuidado
que no hable a ningún soldado.
Y a todos también poned
en la cárcel, que es razón,
y aparte, porque después,
con respeto, a todos tres
les tomen la confesión.”
“Y aquí, para entre los dos,
si hallo harto paño, en efeto,
con muchísimo respeto
os he de ahorcar, ¡juro a Dios!”
Pues eso, con muchísimo respeto, hay que pasar de la reverencia al repudio; con muchísimo respeto hay que poner en marcha iniciativas parlamentarias o legislativas populares que eliminen la corrupción, los privilegios y el despotismo; con muchísimo respeto hay que poner en marcha iniciativas económicas que se escapan al capitalismo; y con muchísimo respeto hay que boicotear y llevar a la quiebra a alguna gran compañía o alguna gran institución que se distinga por su prácticas antisociales.
domingo, 12 de diciembre de 2010
Majos, Chulapas y Publicaciones
Las oposiciones para cubrir plazas de médicos en la Comunidad de Madrid han seguido su curso inexorable. En el caso de mi especialidad, la Neurología, seis caballeros neurólogos, entrados todos en años y algunos en carnes, y una encantadora dama, abogada, y experta en gestión, que actúa como secretaria, nos hemos pasado casi todas las tardes de los martes y los miércoles, de 3 a 9 horas, escuchando la lectura de los ejercicios de los 116 opositores que decidieron continuar con su actuación hasta el final. Alguno de ellos nos ha dado citas bibliográficas completas, con fechas y páginas incluidas, de trabajos recientes publicados, relacionados con el tema propuesto, como si esos candidatos dispusieran de una memoria mucho mas potente de lo que los pobres neurólogos examinadores podríamos imaginar o, en defecto de la primera, de acceso privilegiado a los casos problema. Nos han dicho que al final del proceso nos van a abonar dietas, 42 € por tarde, 7 € por hora de escucha repetitiva de los supuestos clínicos, de las trayectorias profesionales y de las ilusiones y esperanzas de todos ellos. Si tenemos en consideración que la mayoría de los miembros del tribunal somos o hemos sido, catedráticos, jefes de servicio de nuestra especialidad, presidentes de la sociedad española de Neurología y uno de nosotros premio Rey Jaime I de Medicina, la tarifa de 7 € por hora me parece un ejemplo a seguir en las horas extras de los controladores.
Pero el tema de esta entrada no es hablar del caos aéreo que hemos sufrido la semana pasada sino de los criterios de evaluación de los méritos. Los Premios Rey Jaime I, que son los mas importantes premios de investigación en España, con una dotación actual de 100.000 €, se conceden por tribunales de 12 personas, integrados por expertos en el área respectiva de competencia, de diversa procedencia, muchos de ellos de otros países, en general con dos o tres premios Nobel del área correspondiente, por cada tribunal. Esta composición de los jurados garantiza un cierto grado de decencia (el premio puede no darse al más cualificado, según el criterio de cada uno, pero con seguridad que va a recaer en una persona que pueda ostentarlo con dignidad) y de experiencia. El tribunal solicita del candidato un resumen de su actividad profesional en el que deben subrayarse los aspectos más reseñables de la misma y el envío de las 10 publicaciones mas importantes. Esas publicaciones son leídas por el jurado y analizadas en detalle. El tribunal valora la importancia de esas publicaciones: su originalidad, su impacto, la capacidad de abrir nuevos campos, la de lanzar nuevos conceptos o paradigmas, la de abrir nuevos procesos industriales. No importa que los candidatos (puede haber mas de 20 candidatos a cada premio) hayan publicado varios centenares de trabajos mas. Lo importante es lo importante.
Pues, aunque cueste creerlo, el tribunal de la OPE de Neurología está evaluando a los candidatos no según la calidad de sus trabajos sino en función del número de los mismos. Me explico. La normativa de la convocatoria publicada en el Boletín Oficial de la Comunidad Autónoma de Madrid establece que las publicaciones se dividen en tres categorías, valoradas con puntuación decreciente, de revistas internacionales, nacionales y de Madrid (sic). De entrada esto parece un premio al casticismo, quizás explicable por celebrarse este año el centenario de la Gran Vía. Las publicaciones realizadas en revista locales de Madrid puntúan pero no lo hacen las aparecidas en las de Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga, Zaragoza, ni aún incluso, Bilbao. Ese “madrileñismo postinero” podría originar que los candidatos vencedores se autoproclamaran sus posiciones de preferencia a los sones de “Yo soy el rata primero”, …”Y yo el segundo”…”Y yo el tercero”… etc. Si deseábamos promocionar el patriotismo de chulapos y maja ¿por qué, en lugar de proponerles como casos clínicos un infarto cerebral, una trombosis de senos venosos y una degeneración cortico-basal no les pedimos que se bailaran un chotis? El problema mas grave de las autonomías no es que nos arruinen, sobre lo que caben pocas dudas, sino que nos van convertir en unos palurdos.
Pero lo mas extraordinario que ha hecho el tribunal ha sido la categorización de revistas en nacionales e internacionales. Esta distinción tiene mas problemas de los que en una primera mirada muestra. Mucha gente entiende que revistas nacionales son las que se publican en España e internacionales las que se imprimen en otros países. Si seguimos ese criterio y damos mas valor a las segundas estamos cometiendo un claro atropello porque hay revistas médicas publicadas en muchos países europeos, americanos y de otros continentes, cuya calidad es mucho peor que la de la media de las españolas. Otra forma de categorizarlas es considerar como internacionales a las que se publican en inglés y como nacionales a las que se publican en castellano. También esto plantea problemas, primero porque muchos países no angloparlante publican revistas horribles en inglés y segundo porque ¿como categorizar con nacionales a revistas publicadas en castellano en Méjico, Argentina, Ecuador u otros países hispanohablantes.
Existe un tercer criterio que, según el criterio de la mayoría del tribunal, es el que propone la convocatoria. Revistas internacionales son aquellas recogidas en bases de datos internacionales, con independencia del país o la lengua en la que se publiquen. Según ese criterio publicar una trabajo en el New England Journal of Medicine, o en Lancet, revistas que cuentas con cientos de miles de subscriptores y que están en las bibliotecas médicas del todo el mundo, tiene la misma importancia que publicarlo en castellano en Medicina Clinica o en la Revista Clínica Española, que tienen un ambito local y se publican en castellano. Y lo mismo ocurre con Neurology, Annals in Neurology o Lancet Neurology comparadas con Neurología o la Revista Española de Neurología. Yo opino que esto es estúpido y creo que la mayoría del tribunal comparte ese juicio. Pero los tribunales no están para interpretar las reglas del juego sino solo para aplicarlas.
La magnitud de este disparate solo puede comprenderse si se tiene en cuenta que la ciencia es hoy, nos guste o nos pese, una actividad de carácter internacional que se expresa en una lengua única: el inglés científico o, como algunos dicen, el mal inglés. Y las revistas en castellano pueden considerarse como publicaciones clandestinas que no lee nadie. Mas aún, el problema de las publicaciones en castellano es que los autores de ellas ejercen una especie de autocensura de facto pues solo remiten a las revistas españolas aquellos trabajos que consideran que no van a ser aceptados en las otras. De modo que nosotros premiamos aquello que los propios autores consideran indigno de publicación internacional.
Para examinar con rigor las aportaciones científicas de un médico es necesario que se cumplan dos requisitos. En primer lugar hay que leérselas; en segundo término es necesario que los evaluadores tengan capacidad para interpretarlas y ecuanimidad y magnanimidad (literalmente igualdad y grandeza de alma) para valorarlas. Aquí no se ha hecho con rigor sino con jacobinismo e hipocresía. El disparate es tan grande que tengo la esperanza de que alguien impugne todo el proceso.
Pero el tema de esta entrada no es hablar del caos aéreo que hemos sufrido la semana pasada sino de los criterios de evaluación de los méritos. Los Premios Rey Jaime I, que son los mas importantes premios de investigación en España, con una dotación actual de 100.000 €, se conceden por tribunales de 12 personas, integrados por expertos en el área respectiva de competencia, de diversa procedencia, muchos de ellos de otros países, en general con dos o tres premios Nobel del área correspondiente, por cada tribunal. Esta composición de los jurados garantiza un cierto grado de decencia (el premio puede no darse al más cualificado, según el criterio de cada uno, pero con seguridad que va a recaer en una persona que pueda ostentarlo con dignidad) y de experiencia. El tribunal solicita del candidato un resumen de su actividad profesional en el que deben subrayarse los aspectos más reseñables de la misma y el envío de las 10 publicaciones mas importantes. Esas publicaciones son leídas por el jurado y analizadas en detalle. El tribunal valora la importancia de esas publicaciones: su originalidad, su impacto, la capacidad de abrir nuevos campos, la de lanzar nuevos conceptos o paradigmas, la de abrir nuevos procesos industriales. No importa que los candidatos (puede haber mas de 20 candidatos a cada premio) hayan publicado varios centenares de trabajos mas. Lo importante es lo importante.
Pues, aunque cueste creerlo, el tribunal de la OPE de Neurología está evaluando a los candidatos no según la calidad de sus trabajos sino en función del número de los mismos. Me explico. La normativa de la convocatoria publicada en el Boletín Oficial de la Comunidad Autónoma de Madrid establece que las publicaciones se dividen en tres categorías, valoradas con puntuación decreciente, de revistas internacionales, nacionales y de Madrid (sic). De entrada esto parece un premio al casticismo, quizás explicable por celebrarse este año el centenario de la Gran Vía. Las publicaciones realizadas en revista locales de Madrid puntúan pero no lo hacen las aparecidas en las de Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga, Zaragoza, ni aún incluso, Bilbao. Ese “madrileñismo postinero” podría originar que los candidatos vencedores se autoproclamaran sus posiciones de preferencia a los sones de “Yo soy el rata primero”, …”Y yo el segundo”…”Y yo el tercero”… etc. Si deseábamos promocionar el patriotismo de chulapos y maja ¿por qué, en lugar de proponerles como casos clínicos un infarto cerebral, una trombosis de senos venosos y una degeneración cortico-basal no les pedimos que se bailaran un chotis? El problema mas grave de las autonomías no es que nos arruinen, sobre lo que caben pocas dudas, sino que nos van convertir en unos palurdos.
Pero lo mas extraordinario que ha hecho el tribunal ha sido la categorización de revistas en nacionales e internacionales. Esta distinción tiene mas problemas de los que en una primera mirada muestra. Mucha gente entiende que revistas nacionales son las que se publican en España e internacionales las que se imprimen en otros países. Si seguimos ese criterio y damos mas valor a las segundas estamos cometiendo un claro atropello porque hay revistas médicas publicadas en muchos países europeos, americanos y de otros continentes, cuya calidad es mucho peor que la de la media de las españolas. Otra forma de categorizarlas es considerar como internacionales a las que se publican en inglés y como nacionales a las que se publican en castellano. También esto plantea problemas, primero porque muchos países no angloparlante publican revistas horribles en inglés y segundo porque ¿como categorizar con nacionales a revistas publicadas en castellano en Méjico, Argentina, Ecuador u otros países hispanohablantes.
Existe un tercer criterio que, según el criterio de la mayoría del tribunal, es el que propone la convocatoria. Revistas internacionales son aquellas recogidas en bases de datos internacionales, con independencia del país o la lengua en la que se publiquen. Según ese criterio publicar una trabajo en el New England Journal of Medicine, o en Lancet, revistas que cuentas con cientos de miles de subscriptores y que están en las bibliotecas médicas del todo el mundo, tiene la misma importancia que publicarlo en castellano en Medicina Clinica o en la Revista Clínica Española, que tienen un ambito local y se publican en castellano. Y lo mismo ocurre con Neurology, Annals in Neurology o Lancet Neurology comparadas con Neurología o la Revista Española de Neurología. Yo opino que esto es estúpido y creo que la mayoría del tribunal comparte ese juicio. Pero los tribunales no están para interpretar las reglas del juego sino solo para aplicarlas.
La magnitud de este disparate solo puede comprenderse si se tiene en cuenta que la ciencia es hoy, nos guste o nos pese, una actividad de carácter internacional que se expresa en una lengua única: el inglés científico o, como algunos dicen, el mal inglés. Y las revistas en castellano pueden considerarse como publicaciones clandestinas que no lee nadie. Mas aún, el problema de las publicaciones en castellano es que los autores de ellas ejercen una especie de autocensura de facto pues solo remiten a las revistas españolas aquellos trabajos que consideran que no van a ser aceptados en las otras. De modo que nosotros premiamos aquello que los propios autores consideran indigno de publicación internacional.
Para examinar con rigor las aportaciones científicas de un médico es necesario que se cumplan dos requisitos. En primer lugar hay que leérselas; en segundo término es necesario que los evaluadores tengan capacidad para interpretarlas y ecuanimidad y magnanimidad (literalmente igualdad y grandeza de alma) para valorarlas. Aquí no se ha hecho con rigor sino con jacobinismo e hipocresía. El disparate es tan grande que tengo la esperanza de que alguien impugne todo el proceso.
domingo, 5 de diciembre de 2010
El turismo científico
Una de mis lectoras, Milagros, la amantísima esposa de uno de mis queridos compañeros de trabajo, se ha quejado de la discontinuidad reciente de mis exabruptos. El rabino Akiba, la mas grande autoridad religiosa judía de los primeros siglos después de Cristo, cuando estaba cautivo en Roma, escribió a su discípulo favorito Ben Yosai: “Por mucho que quiera mamar la ternera, mas es lo que la vaca ansía darle”. Estar en el tribunal de una OPE durante meses no solo acaba con el tiempo de cualquiera de nosotros sino también con su capacidad de escribir dos frases seguidas coherentes. Pero teniendo en cuenta que Milagros constituyen casi la mitad de mi audiencia, voy a intentar ser mas constante.
Acabo de recibir una carta colectiva de los ministros Garmendia y Sebastian que merece ser comentada y voy a aproveche la quietud obligada de una bronquitis para incorporarla a este cuaderno. Dicen los ministros de Investigación y Ciencia y de Industria y Turismo que España es una potencia científica y turística y que ambas cosas pueden mezclarse y que una de nuestras tareas sería combinar ambos asuntos, atraer grandes congresos a España y fomentar “el turismo científico” (sic) en nuestro país.
A los científicos nos han dicho de todo. Cuando yo empezaba mi carrera profesional el mensaje mas potente que recibíamos es que la ciencia es un ejercicio para misántropos, hombres y mujeres que sometemos a nuestras familias y amigos a penurias y hasta miserias sin cuento porque hemos renunciado a los placeres mundanos y nuestra única diversión es la búsqueda de la verdad y del saber. Recuerdo mis primeras estancias en los Estados Unidos durante las que me sorprendió que los salarios que pagaban las mejores universidades eran muy inferiores a los de las más mediocres porque si “uno trabajaba en un centro de excelencia no necesitaba otras compensaciones”.
El placer del descubrimiento científico era tan grande que había que poseerlo en exclusividad y gozarlo en secreto igual que el disfrute de un amor prohibido. Publicar ¿para qué? Nadie ponía en cuestión la necesidad de difundir resultados cuyas repercusiones sobre la salud eran fundamentales pero sobre la mayoría de las cosas ¿existía placer comparable a escuchar la conferencia magistral de un científico estrella y oirle realizar afirmaciones que nosotros, secretamente, sabíamos que eras inciertas? Pocas cosas mas perversas y placenteras que comprobar que el “gran hombre” estaba equivocado.
Todavía recuerdo con horror que en una ocasión, cuando un investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científica, familiar y amigo, me refirió los detalles de una de sus publicaciones, yo le pregunté ¿pero tú publicas? Yo no quería poner en duda su inteligencia o su capacidad de capacidad de trabajo sino tan solo cuestionarle su frivolidad, tan solo preguntarle ¿por qué perdía el tiempo en esas actividades que considerábamos mitad superficialidad, mitad pedantería?
Porque para nosotros las publicaciones, si no eran muy importantes, eran una cursilada cuando no un crimen ecológico que, con pretexto de la ciencia, aumentaba la pérdida de árboles en la Amazonia. De modo que el científico excesivamente prolífico era no solo un cursi sino un delincuente. El afán por comunicar informaciones inmaduras, recién salidas del horno, poco elaboradas era considerado como una especie de incontinencia.
Afirmaba la leyenda rosa que Luis Miguel Dominguín, casi sin acabar su primer acto de amor con Ava Gardner, se levantó de la cama y comenzó a vestirse. Y que la estrella americana le preguntó: “¿Dónde vas?”, a lo que él contextó: “A contarlo”. Un científico que corría a contar su último hallazgo era considerado, como el torero, como un sujeto de la peor calaña, incapaz de gozar en solitario de un descubrimiento, incapaz de mantener un secreto gozoso. De igual manera que un caballero no cuenta nunca sus secretos de alcoba, un científico que se precie no divulga experimentos que no sean trascendentales. Y sobre todo en el campo de la biomedicina. La obligación de un buen médico era ocuparse de sus pacientes y no perder el tiempo con vanidades mundanas.
Poco a poco las cosas fueron cambiando. La ciencia dejó de ser el campo de cultivo de un individuo aislado y empezó a ser el resultado del esfuerzo de una colectividad. En ese caso era necesario contarlo todo, incluso los fracasos, para que el resto de nuestros compañeros no volvieran a cometer los mismos errores. Los científicos empezamos a ser evaluados y las publicaciones, por otra parte, se convirtieron en el elemento mas importante de la evaluación. Antes la ciencia era una cuestión de los individuos. Si alguien nos financiaba, lo hacía en concepto de donación, sin esperar un retorno, fuera del prestigio. Cuando D. Juan March y D. Pablo Garnica financiaron la construcción y puesta en marcha de la Fundación Jiménez Díaz nadie pensaba que D. Carlos, el fundador, tuviera que presentar en algún momento una memoria justificativa de sus logros. La ciencia se financiaba con “donaciones”, igual que ahora se hace cuando se patroniza un concierto o una exposición de pintura. Ahora empezaban a pedirnos “resultados” y esos resultados se concretaban en publicaciones.
La tercera fase vino cuando empezaron a pedirnos patentes. La ciencia había dejado de ser la búsqueda de la búsqueda de la verdad por parte de un sujeto, ni siquiera por parte de un colectivo. Ya no se trataba de un esfuerzo contemplativo sino solo de la primera parte de un proceso industrial en el que había que conseguir resultados tangibles, susceptibles de explotación industrial, de conseguir retornos. Bueno, eso chocaba un poco con los valores que habíamos mamado los médicos. La misión de los médicos es conseguir el bien de los pacientes; la producción de patentes solo sirve para preservar derechos de explotación. Es verdad que, si Adam Smith llevara razón, el interés de unos pocos podría favorecer el desarrollo de tratamientos que favorezcan a muchos. Pero patentar supone ocultar, no poner en conocimiento de otros, hasta que se reconozcan unos derechos, poner el beneficio de unos pocos por delante de los intereses de la mayoría. Justo lo contrario de los valores del altruísmo que nos han predicado. ¿En qué quedamos?, ¿trabajamos para la humanidad o para nuestros señoritos?
Ahora nos vienen con el turismo. Es lo que nos faltaba. Los científicos ya no podemos recrearnos a solas en nuestros experimentos. Tenemos que publicar, tenemos que patentar y tenemos que pasear a nuestros colegas de otros países por nuestros restaurantes y monumentos y a bailar sevillanas. ¡Que inventen ellos!
Acabo de recibir una carta colectiva de los ministros Garmendia y Sebastian que merece ser comentada y voy a aproveche la quietud obligada de una bronquitis para incorporarla a este cuaderno. Dicen los ministros de Investigación y Ciencia y de Industria y Turismo que España es una potencia científica y turística y que ambas cosas pueden mezclarse y que una de nuestras tareas sería combinar ambos asuntos, atraer grandes congresos a España y fomentar “el turismo científico” (sic) en nuestro país.
A los científicos nos han dicho de todo. Cuando yo empezaba mi carrera profesional el mensaje mas potente que recibíamos es que la ciencia es un ejercicio para misántropos, hombres y mujeres que sometemos a nuestras familias y amigos a penurias y hasta miserias sin cuento porque hemos renunciado a los placeres mundanos y nuestra única diversión es la búsqueda de la verdad y del saber. Recuerdo mis primeras estancias en los Estados Unidos durante las que me sorprendió que los salarios que pagaban las mejores universidades eran muy inferiores a los de las más mediocres porque si “uno trabajaba en un centro de excelencia no necesitaba otras compensaciones”.
El placer del descubrimiento científico era tan grande que había que poseerlo en exclusividad y gozarlo en secreto igual que el disfrute de un amor prohibido. Publicar ¿para qué? Nadie ponía en cuestión la necesidad de difundir resultados cuyas repercusiones sobre la salud eran fundamentales pero sobre la mayoría de las cosas ¿existía placer comparable a escuchar la conferencia magistral de un científico estrella y oirle realizar afirmaciones que nosotros, secretamente, sabíamos que eras inciertas? Pocas cosas mas perversas y placenteras que comprobar que el “gran hombre” estaba equivocado.
Todavía recuerdo con horror que en una ocasión, cuando un investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científica, familiar y amigo, me refirió los detalles de una de sus publicaciones, yo le pregunté ¿pero tú publicas? Yo no quería poner en duda su inteligencia o su capacidad de capacidad de trabajo sino tan solo cuestionarle su frivolidad, tan solo preguntarle ¿por qué perdía el tiempo en esas actividades que considerábamos mitad superficialidad, mitad pedantería?
Porque para nosotros las publicaciones, si no eran muy importantes, eran una cursilada cuando no un crimen ecológico que, con pretexto de la ciencia, aumentaba la pérdida de árboles en la Amazonia. De modo que el científico excesivamente prolífico era no solo un cursi sino un delincuente. El afán por comunicar informaciones inmaduras, recién salidas del horno, poco elaboradas era considerado como una especie de incontinencia.
Afirmaba la leyenda rosa que Luis Miguel Dominguín, casi sin acabar su primer acto de amor con Ava Gardner, se levantó de la cama y comenzó a vestirse. Y que la estrella americana le preguntó: “¿Dónde vas?”, a lo que él contextó: “A contarlo”. Un científico que corría a contar su último hallazgo era considerado, como el torero, como un sujeto de la peor calaña, incapaz de gozar en solitario de un descubrimiento, incapaz de mantener un secreto gozoso. De igual manera que un caballero no cuenta nunca sus secretos de alcoba, un científico que se precie no divulga experimentos que no sean trascendentales. Y sobre todo en el campo de la biomedicina. La obligación de un buen médico era ocuparse de sus pacientes y no perder el tiempo con vanidades mundanas.
Poco a poco las cosas fueron cambiando. La ciencia dejó de ser el campo de cultivo de un individuo aislado y empezó a ser el resultado del esfuerzo de una colectividad. En ese caso era necesario contarlo todo, incluso los fracasos, para que el resto de nuestros compañeros no volvieran a cometer los mismos errores. Los científicos empezamos a ser evaluados y las publicaciones, por otra parte, se convirtieron en el elemento mas importante de la evaluación. Antes la ciencia era una cuestión de los individuos. Si alguien nos financiaba, lo hacía en concepto de donación, sin esperar un retorno, fuera del prestigio. Cuando D. Juan March y D. Pablo Garnica financiaron la construcción y puesta en marcha de la Fundación Jiménez Díaz nadie pensaba que D. Carlos, el fundador, tuviera que presentar en algún momento una memoria justificativa de sus logros. La ciencia se financiaba con “donaciones”, igual que ahora se hace cuando se patroniza un concierto o una exposición de pintura. Ahora empezaban a pedirnos “resultados” y esos resultados se concretaban en publicaciones.
La tercera fase vino cuando empezaron a pedirnos patentes. La ciencia había dejado de ser la búsqueda de la búsqueda de la verdad por parte de un sujeto, ni siquiera por parte de un colectivo. Ya no se trataba de un esfuerzo contemplativo sino solo de la primera parte de un proceso industrial en el que había que conseguir resultados tangibles, susceptibles de explotación industrial, de conseguir retornos. Bueno, eso chocaba un poco con los valores que habíamos mamado los médicos. La misión de los médicos es conseguir el bien de los pacientes; la producción de patentes solo sirve para preservar derechos de explotación. Es verdad que, si Adam Smith llevara razón, el interés de unos pocos podría favorecer el desarrollo de tratamientos que favorezcan a muchos. Pero patentar supone ocultar, no poner en conocimiento de otros, hasta que se reconozcan unos derechos, poner el beneficio de unos pocos por delante de los intereses de la mayoría. Justo lo contrario de los valores del altruísmo que nos han predicado. ¿En qué quedamos?, ¿trabajamos para la humanidad o para nuestros señoritos?
Ahora nos vienen con el turismo. Es lo que nos faltaba. Los científicos ya no podemos recrearnos a solas en nuestros experimentos. Tenemos que publicar, tenemos que patentar y tenemos que pasear a nuestros colegas de otros países por nuestros restaurantes y monumentos y a bailar sevillanas. ¡Que inventen ellos!
lunes, 17 de mayo de 2010
Las oposiciones
Acaban de convocarme a formar parte de un tribunal de oposiciones. Miles de médicos, que desean conseguir un puesto fijo de trabajo en la Comunidad de Madrid, rellenaron hace varios años las solicitudes correspondientes en una convocatoria que se juzga ahora. Entre mis compañeros de especialidad, neurólogos, hay 149 solicitantes y creo que hay solicitantes inscritos en más de 20 especialidades. A los candidatos se les juzgará por una serie de supuestos “méritos”, entre los que destacan la antigüedad en el puesto de trabajo, sus logros profesionales y las puntuaciones que obtengan en un examen en el que se les presentarán tres supuestos clínicos de los que tendrán que escoger y resolver dos, y en una entrevista subsecuente con los seis supuesto hombres justos que integramos el tribunal (en realidad Justo solo hay uno pero a cambio hay un Exuperio).
Entiendo que algún lector habrá pensado que estoy hablando en broma pero lo hago absolutamente en serio. Es absolutamente decimonónico que un tribunal compuesto por seis profesionales tenga que examinar a otros profesionales que ya han sido acreditados para ejercer una especialidad, que en muchos casos llevan ejerciéndola durante varios años y que en, algunos casos, pueden tener un conocimiento de determinados problemas superior a l de los examinadores. Es una pérdida de tiempo para los examinadores y una ofensa para los examinandos.
En segundo lugar, habría que preguntarse ¿qué se entiende por méritos y por qué una elección de estas características debe estar basada en el mérito? Los méritos son consecuciones extraordinarias de algunas personas que les hacen acreedores a un premio. Es evidente que trabajar en un ambulatorio durante varios años, atendiendo 25 pacientes diarios y dirigido por una caterva de incompetentes, desde los mandos intermedios a los gestos de varios niveles, es un mérito extraordinario, pero no para que a uno le hagan fijo sino para ganarse el cielo. Publicar una serie de trabajos espantosos, en revistas que no lee nadie, trabajos sin originalidad y sin talento, tampoco debería servir para premiar a nadie sino para enviarle al infierno.
Pero los problemas mas importantes de estas convocatorias son los problemas que crea a los servicios sanitarios y a los propios pacientes. En unas semanas voy a cumplir 40 años como médico. Hace unos días vino a verme una paciente con una enfermedad de Hallerworden-Spatz, que tiene 53 años; me dijo que la estoy siguiendo desde que tenía 14 años. Tengo pacientes con miastenia gravis con mas de 50 años a los que sigo desde que tenían menos de 20. Hace unos meses diagnostiqué de enfermedad de Freidreich atípica, con una nueva mutación de frataxina a una paciente a la que he tratado durante 24 años. Y en el caso de algunas enfermedades hereditarias, como la enfermedad de Huntington, hay varios casos de familias en las que ahora trato a nietos de quienes fueron mis pacientes al inicio de mi carrera profesional. ¿Por qué romper eso con una oposición? De los 149 candidatos solo 42 tienen plaza. Los resultados de la oposición, cualesquiera que sean, solo van a conseguir que muchas personas que en este momento realizan un trabajo meritorio y tienen buena relación con sus pacientes sean obligados a cambiar de centro de trabajo. ¿A quién beneficia esto? Desde luego no a los pacientes ni a los profesionales.
Pero tampoco beneficia al sistema sanitario ni a una mejor gestión por parte de los gestores sanitarios que las convocan. Un servicio clínico es un sistema delicado, en equilibrio inestable. Para que funcione bien es necesario que sus distintos componentes estén equilibrados. Conviene que haya distintas personas con distintos conocimientos temáticos de las distintas partes que componen una especialidad médica; y conviene que los componentes tengan aptitudes distintas y complementarias. Se necesita una mezcla equilibrada de personas con grandes capacidades clínicas, otros con facilidad y vocación para la docencia, y también miembros con capacidad de innovación y de investigación. Una unidad clínica desequilibrada no funciona. Y para que esté equilibrada es preciso que quienes la dirigen tengan capacidad discrecional, talento organizativo y capacidad de liderazgo. Y este tipo de oposiciones no permiten estas cosas.
¿No hay por ahí ningún responsable político que tenga dos dedos de frente y acabe con estas antiguallas hipócritas?
Entiendo que algún lector habrá pensado que estoy hablando en broma pero lo hago absolutamente en serio. Es absolutamente decimonónico que un tribunal compuesto por seis profesionales tenga que examinar a otros profesionales que ya han sido acreditados para ejercer una especialidad, que en muchos casos llevan ejerciéndola durante varios años y que en, algunos casos, pueden tener un conocimiento de determinados problemas superior a l de los examinadores. Es una pérdida de tiempo para los examinadores y una ofensa para los examinandos.
En segundo lugar, habría que preguntarse ¿qué se entiende por méritos y por qué una elección de estas características debe estar basada en el mérito? Los méritos son consecuciones extraordinarias de algunas personas que les hacen acreedores a un premio. Es evidente que trabajar en un ambulatorio durante varios años, atendiendo 25 pacientes diarios y dirigido por una caterva de incompetentes, desde los mandos intermedios a los gestos de varios niveles, es un mérito extraordinario, pero no para que a uno le hagan fijo sino para ganarse el cielo. Publicar una serie de trabajos espantosos, en revistas que no lee nadie, trabajos sin originalidad y sin talento, tampoco debería servir para premiar a nadie sino para enviarle al infierno.
Pero los problemas mas importantes de estas convocatorias son los problemas que crea a los servicios sanitarios y a los propios pacientes. En unas semanas voy a cumplir 40 años como médico. Hace unos días vino a verme una paciente con una enfermedad de Hallerworden-Spatz, que tiene 53 años; me dijo que la estoy siguiendo desde que tenía 14 años. Tengo pacientes con miastenia gravis con mas de 50 años a los que sigo desde que tenían menos de 20. Hace unos meses diagnostiqué de enfermedad de Freidreich atípica, con una nueva mutación de frataxina a una paciente a la que he tratado durante 24 años. Y en el caso de algunas enfermedades hereditarias, como la enfermedad de Huntington, hay varios casos de familias en las que ahora trato a nietos de quienes fueron mis pacientes al inicio de mi carrera profesional. ¿Por qué romper eso con una oposición? De los 149 candidatos solo 42 tienen plaza. Los resultados de la oposición, cualesquiera que sean, solo van a conseguir que muchas personas que en este momento realizan un trabajo meritorio y tienen buena relación con sus pacientes sean obligados a cambiar de centro de trabajo. ¿A quién beneficia esto? Desde luego no a los pacientes ni a los profesionales.
Pero tampoco beneficia al sistema sanitario ni a una mejor gestión por parte de los gestores sanitarios que las convocan. Un servicio clínico es un sistema delicado, en equilibrio inestable. Para que funcione bien es necesario que sus distintos componentes estén equilibrados. Conviene que haya distintas personas con distintos conocimientos temáticos de las distintas partes que componen una especialidad médica; y conviene que los componentes tengan aptitudes distintas y complementarias. Se necesita una mezcla equilibrada de personas con grandes capacidades clínicas, otros con facilidad y vocación para la docencia, y también miembros con capacidad de innovación y de investigación. Una unidad clínica desequilibrada no funciona. Y para que esté equilibrada es preciso que quienes la dirigen tengan capacidad discrecional, talento organizativo y capacidad de liderazgo. Y este tipo de oposiciones no permiten estas cosas.
¿No hay por ahí ningún responsable político que tenga dos dedos de frente y acabe con estas antiguallas hipócritas?
lunes, 21 de diciembre de 2009
Convencionales y alternativos
Una señora de bien me ha regalado una palabra. Ella la usa como un adjetivo, “esa chica es un poco alternativa”, con una mezcla de comprensión y tolerancia de una forma de ser que no cuadra con sus esquemas ideales. Pero yo he decidido sustantivarla, incluso convertirla en categoría y hasta elevarla a sujeto de oración predicativa e incluso –¿por qué no?- en sujeto de la historia, los alternativos. He llegado al extremo de crearle un antónimo, los convencionales, y de enfrentar las dos categorías en una tensión dialéctica.
Los alternativos siempre han existido pero cuando yo era joven se les daba otro nombre y se les encuadraba en otra categoría. Los pobrecitos eran tan pocos que no merecían un nombre propio y se tomaban palabras prestadas de otros significados. Los alternativos de mi generación eran considerados “raros”, “calaveras”, “vivales”, “frescos”, “vivas las vírgenes”, “locos”, etc.. Pero ahora son tantos que justifican un protagonismo y por supuesto un nombre.
Los alternativos son aquellos que no se sienten a gusto dentro de las corrientes dominantes del sistema e intentan escaparse, de una u otra manera, del orden impuesto. Los alternativos cumplen una serie de características definidoras, que les diferencian de los convencionales, entre las que habría que incluir varias de las siguientes:
1.- Los alternativos son fruto preferente de sistemas de educación pública mientras que en el caso de los convencionales el uso de sistemas de educación privada, de carácter exclusivo o complementario (academias, cursos especiales etc.,) es mucho mas frecuente.
Durante su paso por el sistema educativo los alternativos recibieron un tipo de educación e interiorizaron una serie de valores entre los que ocupaban lugares de mayor importancia aspectos tales como la solidaridad, la igualdad, los valores humanos, el respeto al medio ambiente, etc. Por el contrario su educación no se fundamentó de forma prioritaria en otros valores como el orden, el trabajo, la disciplina, la obediencia a educadores y progenitores, la competitividad, valores que constituyen el núcleo ideológico de los convencionales.
2.- Los alternativos se integran en la sociedad de manera directa con menor utilización de plataformas ideológicas o culturales que en el caso de los convencionales. Entre estos últimos es mucho mas frecuente la pertenencia a un grupo religioso, a un partido político, a una organización cultural, etc., que en los alternativos. Los convencionales hacen amigos o buscan pareja sobre todo entre los miembros de su parroquia, de su partido, de su banda de música o de sus clases de tenis; los alternativos son mas promiscuos, menos restrictivos, con lazos mas diversos.
3.- Los alternativos establecen relaciones de pareja mas diversas que los convencionales, quienes suelen desarrollar comportamientos sexuales mas previsibles, formas de unión mas canónicas –no solo en el sentido religioso sino en el civil- materializadas –o sacralizadas- a través de ceremonias mas solemnes y que tienen lugar con mayor frecuencia con piso propio y lista de bodas incluída.
4.- Y, por supuesto, los convencionales tienen tendencia a buscar trabajos en los que prima la seguridad y un elevado nivel de ingresos, aunque esto implique una actitud de conformismo y sometimiento a los superiores y una postura de disponibilidad absoluta y compromiso con la empresa o al menos con los superiores jerárquicos, sobre otros en los que se busca sobre todo una realización personal, mayor libertad y autonomía, aunque esta se acompañe de un mayor nivel de inseguridad y de un menor nivel de ingresos, características mas propias de los trabajos de los alternativos.
Los hijos de mis familiares y de mis amigos de juventud, paisanos y compañeros de internado, son, sobre todo, convencionales; los hijos de mis compañeros de trabajo o de profesorado universitario son, sobre todo, alternativos. Alguno de los últimos, padre de hijos con perfil preferente de alternativos, me dice que estos chavales tienen el síndrome de Peter Pan; se pasan la vida haciendo cosas propias de niños y de adolescentes pero nunca quieren hacerse adultos y, por tanto, responsables; yo pienso que si a los alternativos podemos diagnosticarles de infantilismo persistente a los convencionales cabría considerarles como afectos de progeria, esa enfermedad caracterizada por envejecimiento precoz, o peor aún, como envejecimiento “ab utero materno”, como si nunca hubieran sido niños.
Y, toda esta discusión, ¿qué importancia tiene? Pues, bastante de lo que parece, porque el asunto no solo tiene repercusiones individuales sobre los distintos sujetos y las opciones que toman en determinados momentos de su vida sino que según tratemos el asunto van a producirse algunos hechos de bastante importancia social. Una sociedad avanzada, progresista, dispone de recursos para realizar una oferta variada a sus ciudadanos de modo que el mecanismo de integración social sea múltiple y el número de sujetos marginados sea mínimo. Esa sociedad ofrece posibilidades de integración a los alternativos. Mientras que una sociedad rígida, conservadora, tiende favorecer a los convencionales y a excluir a los alternativos. Eso produciría un aumento de la marginación social y posiblemente la pérdida de las cabezas mas creativas de la sociedad. ¿Podemos permitírnoslo? Yo creo que sería un proyecto no solo estúpido sino muy costoso.
Los alternativos siempre han existido pero cuando yo era joven se les daba otro nombre y se les encuadraba en otra categoría. Los pobrecitos eran tan pocos que no merecían un nombre propio y se tomaban palabras prestadas de otros significados. Los alternativos de mi generación eran considerados “raros”, “calaveras”, “vivales”, “frescos”, “vivas las vírgenes”, “locos”, etc.. Pero ahora son tantos que justifican un protagonismo y por supuesto un nombre.
Los alternativos son aquellos que no se sienten a gusto dentro de las corrientes dominantes del sistema e intentan escaparse, de una u otra manera, del orden impuesto. Los alternativos cumplen una serie de características definidoras, que les diferencian de los convencionales, entre las que habría que incluir varias de las siguientes:
1.- Los alternativos son fruto preferente de sistemas de educación pública mientras que en el caso de los convencionales el uso de sistemas de educación privada, de carácter exclusivo o complementario (academias, cursos especiales etc.,) es mucho mas frecuente.
Durante su paso por el sistema educativo los alternativos recibieron un tipo de educación e interiorizaron una serie de valores entre los que ocupaban lugares de mayor importancia aspectos tales como la solidaridad, la igualdad, los valores humanos, el respeto al medio ambiente, etc. Por el contrario su educación no se fundamentó de forma prioritaria en otros valores como el orden, el trabajo, la disciplina, la obediencia a educadores y progenitores, la competitividad, valores que constituyen el núcleo ideológico de los convencionales.
2.- Los alternativos se integran en la sociedad de manera directa con menor utilización de plataformas ideológicas o culturales que en el caso de los convencionales. Entre estos últimos es mucho mas frecuente la pertenencia a un grupo religioso, a un partido político, a una organización cultural, etc., que en los alternativos. Los convencionales hacen amigos o buscan pareja sobre todo entre los miembros de su parroquia, de su partido, de su banda de música o de sus clases de tenis; los alternativos son mas promiscuos, menos restrictivos, con lazos mas diversos.
3.- Los alternativos establecen relaciones de pareja mas diversas que los convencionales, quienes suelen desarrollar comportamientos sexuales mas previsibles, formas de unión mas canónicas –no solo en el sentido religioso sino en el civil- materializadas –o sacralizadas- a través de ceremonias mas solemnes y que tienen lugar con mayor frecuencia con piso propio y lista de bodas incluída.
4.- Y, por supuesto, los convencionales tienen tendencia a buscar trabajos en los que prima la seguridad y un elevado nivel de ingresos, aunque esto implique una actitud de conformismo y sometimiento a los superiores y una postura de disponibilidad absoluta y compromiso con la empresa o al menos con los superiores jerárquicos, sobre otros en los que se busca sobre todo una realización personal, mayor libertad y autonomía, aunque esta se acompañe de un mayor nivel de inseguridad y de un menor nivel de ingresos, características mas propias de los trabajos de los alternativos.
Los hijos de mis familiares y de mis amigos de juventud, paisanos y compañeros de internado, son, sobre todo, convencionales; los hijos de mis compañeros de trabajo o de profesorado universitario son, sobre todo, alternativos. Alguno de los últimos, padre de hijos con perfil preferente de alternativos, me dice que estos chavales tienen el síndrome de Peter Pan; se pasan la vida haciendo cosas propias de niños y de adolescentes pero nunca quieren hacerse adultos y, por tanto, responsables; yo pienso que si a los alternativos podemos diagnosticarles de infantilismo persistente a los convencionales cabría considerarles como afectos de progeria, esa enfermedad caracterizada por envejecimiento precoz, o peor aún, como envejecimiento “ab utero materno”, como si nunca hubieran sido niños.
Y, toda esta discusión, ¿qué importancia tiene? Pues, bastante de lo que parece, porque el asunto no solo tiene repercusiones individuales sobre los distintos sujetos y las opciones que toman en determinados momentos de su vida sino que según tratemos el asunto van a producirse algunos hechos de bastante importancia social. Una sociedad avanzada, progresista, dispone de recursos para realizar una oferta variada a sus ciudadanos de modo que el mecanismo de integración social sea múltiple y el número de sujetos marginados sea mínimo. Esa sociedad ofrece posibilidades de integración a los alternativos. Mientras que una sociedad rígida, conservadora, tiende favorecer a los convencionales y a excluir a los alternativos. Eso produciría un aumento de la marginación social y posiblemente la pérdida de las cabezas mas creativas de la sociedad. ¿Podemos permitírnoslo? Yo creo que sería un proyecto no solo estúpido sino muy costoso.
domingo, 22 de noviembre de 2009
Negligencia y error médico
Las noticias sobre sanidad que desde hace un tiempo aparecen en los medios son, sencillamente, aterradoras pero quizás ninguna de ellas haya desencadenado tanta atención social y tanta toma de postura partidista, motivadas por las dramáticas circunstancias especiales que concurren en el caso, como la de la muerte del niño marroquí, producida por administración intravenosa de un preparado alimenticio destinado a ser introducido a través de sonda naso-gástrica, acontecimiento que ocurrió a los pocos días del fallecimiento de la madre, por gripe A, tras provocación de cesárea para salvar, inútilmente, por lo que se vió después, al hijo. No es fácil poner orden en todo ese debate si no se definen con claridad los términos de error y negligencia y si no se separan los conceptos de responsabilidad de las personas que intervienen en los procesos médicos, de las instituciones donde se prestan o de los responsables políticos que las gobiernan.
Con independencia de ese desgraciado caso concreto puede decirse que el error clínico (sea responsabilidad de un médico, de una enfermera o de cualquier otro profesional sanitario) es el que tiene lugar a pesar de que se hayan tomado las precauciones razonables para la realización del proceso clínico del que se trate (consultas médica o de enfermería, tratamiento en urgencias, ingreso hospitalario, intervención quirúrgica, análisis médicos, pruebas de imagen, etc..) mientras que la negligencia consiste, cualquiera que sea su resultado, banal o trágico, en la falta de esa toma de precauciones obligatorias. La diferencia entre error y negligencia es, a veces, muy fácil. Amputar la pierna equivocada o administrar la alimentación por vía intravenosa no son errores; son negligencias, porque esos fallos no se producirían en condiciones de una práctica cuidadosa, si los profesionales prestan atención a lo que están haciendo. Pinchar un pulmón y producir un neumotórax cuando uno pretende cateterizar una vena subclavia, perforar el colon y causar una peritonitis, cuando se realiza una colonoscopia es un error médico que se produce en un número de casos, aunque se tomen todas las precauciones posibles.
En ocasiones la diferencia entre negligencia y error no es explícita y depende de algunos condicionantes. Hace meses saltó a los medios el caso de una paciente que falleció a las pocas horas de acudir a un servicio de urgencia por un fuerte dolor de cabeza. Los médicos no encontraron datos anormales en su exploración clínica y consideraron que no presentaba ningún problema urgente y, tras la mejoría de sus síntomas, la enviaron a su domicilio con el ruego de que acudiera a su médico habitual. La paciente falleció como resultado de lo que parece una hemorragia subaracnoidea. Este problema podría haber sido diagnosticado mediante una punción lumbar o una tomografía computarizada de cráneo. Pero la indicación de estas pruebas depende de la información que la propia paciente suministrara. Si dijo que “ese era el dolor de cabeza mas importante de su vida” o que no había presentado dolores de cabeza en el pasado esas pruebas deberían realizarse y no hacerlo supondría negligencia; pero si manifestó una historia de dolores de cabeza repetidos desde hacía años y no expresó que el actual presentara características especiales, esas pruebas no deberían realizarse porque hacerlo de forma indiscriminada a toda persona con dolores de cabeza tendríamos mas prejuicios que beneficios. En ese caso se trataría de un error de juicio, puesto que se confundió un dolor de cabeza leve con uno grave, y la familia debería recibir una compensación por el daño causado pero los profesionales estarían libres de culpa y no deberían ser objeto de inhabilitación profesional ni de acción penal, como debería ser en caso de negligencia.
No es infrecuente que en casos de negligencia sanitaria se intente por parte de los compañeros del causante minimizar la responsabilidad individual mediante la utilización, desde mi punto de vista, retórica y corporativista, de dos afirmaciones: a) que estos casos son frecuentes, y que b) que la administración sanitaria es conocedora, y quizás, cómplice, encubridora y responsable de la situación. El primer argumento, que estos casos no son únicos, debería servir de fundamento para aumentar las exigencias y no de disminuirlas, pues no podemos permitirnos que nuestro sistema sanitario presente este tipo de problemas de forma habitual.
El segundo argumento, que la administración sanitaria correspondiente tiene un cierto grado de responsabilidad en estos sucesos es incuestionable pero no elimina la responsabilidad individual. Si tomamos el caso mas cercano de la Comunidad Autónoma de Madrid es imposible ignorar que en los últimos años han tenido lugar una serie de acontecimientos no precisamente tranquilizadores. La epidemia de hepatitis en el Hospital Fundación de Alcorcón, por contaminación de un disolvente de medicamentos, quizás con objeto de reducir gastos; el asesinato de varios pacientes y profesionales en la Fundación Jiménez Díaz por una residente que padecía un problema psiquiátrico grave y que no estuvo adecuadamente vigilada; el escándalo del Hospital Severo Ochoa, que desprestigió y criminalizó a médicos a quienes los jueces exculparon de malas prácticas; los casos recientes de homicidios por administración errónea de sustancias químicas y alimentos en el Hospital Gregorio Marañón, entre otros, son acontecimientos que no hablan bien de la capacidad de gestión de los responsables sanitarios madrileños.
Pero los profesionales no podemos refugiarnos en la culpabilidad, ignorancia o negligencia, o todo junto, de gestores y administradores. Cuando nosotros encontramos que las condiciones de nuestro trabajo son inaceptables para una buena práctica clínicas debemos denunciar las deficiencias y abstenernos de esa práctica, incluso presentando la renuncia a ese trabajo. Esa actitud es difícil pero no imposible. La reclamación sobrevenida después de la desgracia no es aceptable. Las reclamaciones y las denuncias hay que presentarlas antes, no después, de que aparezcan los problemas, con objeto de evitarlas, no de descargar sobre otros las responsabilidades que uno tiene.
Tengo un amigo que pasó por una experiencia similar. Trabajaba como jefe de un Servicio de Neurología y profesor de universidad en un hospital universitario de Madrid que hace medio siglo era el más prestigioso de España. El hospital había entrado en grave crisis económica que la administración pretendió resolver mediante una unión temporal de empresas con una compañía privada con ánimo de lucro, en lugar de absorberlo en sector público. Los profesionales de ese centro pensaron que esto podría ayudar a resolver las deficiencias. Mi amigo pidió al gerente varias veces que contratara una guardia de neurología pues los pacientes que presentaban urgencias neurológicas, salvo los privados, eran atendidos por médicos no especialistas.
Mi amigo utilizó todos sus argumentos para convencer a los responsables de la institución de la necesidad de contratar ese tipo de servicios. Presentó evidencia de que esa contratación no solo ahorra vidas e incapacidades sino que también reduce tiempos de estancia media y el número de pruebas diagnósticas. De modo que esa iniciativa no solo sería buena para los pacientes sino incluso beneficiosa para el hospital. Pero no se contrató la guardia neurológica.
Los accidentes de aviación son bastante raros pero los pilotos dicen que las situaciones de “near crash”, “casi un choque” no son tan infrecuentes. Mi amigo vivió varias situaciones de “near crash” en los primeros meses del año 2004 pero el día de Jueves Santo de ese año ingresó en urgencias un paciente de 70 años, anticoagulado, con dolor de espalda de inicio súbito, que en 45 minutos le dejo parapléjico (paralizado de cintura para abajo). Cualquier neurólogo piensa en esas condiciones que el paciente tiene un hematoma epidural, lo confirma con resonancia urgente y hace que un neurocirujano lo extirpe pero ese día no había neurólogo titulado en ese centro, la resonancia se hizo con mucho retraso y en lugar inadecuado y el neurocirujano no fue llamado …hasta el día siguiente, demasiado tarde. El paciente quedó inválido para el resto de su vida.
Mi amigo pensó que este caso desgraciado supondría la contratación de la guardia neurológica. Pero como no fue así, presentó una reclamación ante la junta facultativa, el órgano del hospital encargado de velar por la calidad y la moralidad de lo que hacemos. Lamentablemente, este cuerpo estaba más preocupado por el posible escándalo que por la solución de la deficiencia y se limitó a pedir que se ocultaran esos hechos a la opinión pública. No se contrató una guardia de neurología pero se añadió un nuevo protocolo. Es una práctica común de los gestores sanitarios. Donde faltan profesionales se implantan mas normas. No resuelven los problemas pero permiten encontrar un chivo expiatorio, que no ha cumplido el protocolo.
Mi amigo no tenía ningún interés en divulgar ese problema. Estos asuntos deben debatirse entre expertos y lejos de las pasiones de los medios. Incluso, cuando hay una denuncia, la mayor parte del interés se centra, no en resolver el problema, sino en buscar un culpable. Pensó que él había dejado de pertenecer espiritualmente a un colectivo que solo estaba interesado en defender intereses corporativos y no a los pacientes, en ocultar problemas y no en resolverlos. Renunció a su trabajo y se trasladó a otro mas oscuro en la sanidad pública. No es fácil resistirse al sistema pero puede hacerse.
Con independencia de ese desgraciado caso concreto puede decirse que el error clínico (sea responsabilidad de un médico, de una enfermera o de cualquier otro profesional sanitario) es el que tiene lugar a pesar de que se hayan tomado las precauciones razonables para la realización del proceso clínico del que se trate (consultas médica o de enfermería, tratamiento en urgencias, ingreso hospitalario, intervención quirúrgica, análisis médicos, pruebas de imagen, etc..) mientras que la negligencia consiste, cualquiera que sea su resultado, banal o trágico, en la falta de esa toma de precauciones obligatorias. La diferencia entre error y negligencia es, a veces, muy fácil. Amputar la pierna equivocada o administrar la alimentación por vía intravenosa no son errores; son negligencias, porque esos fallos no se producirían en condiciones de una práctica cuidadosa, si los profesionales prestan atención a lo que están haciendo. Pinchar un pulmón y producir un neumotórax cuando uno pretende cateterizar una vena subclavia, perforar el colon y causar una peritonitis, cuando se realiza una colonoscopia es un error médico que se produce en un número de casos, aunque se tomen todas las precauciones posibles.
En ocasiones la diferencia entre negligencia y error no es explícita y depende de algunos condicionantes. Hace meses saltó a los medios el caso de una paciente que falleció a las pocas horas de acudir a un servicio de urgencia por un fuerte dolor de cabeza. Los médicos no encontraron datos anormales en su exploración clínica y consideraron que no presentaba ningún problema urgente y, tras la mejoría de sus síntomas, la enviaron a su domicilio con el ruego de que acudiera a su médico habitual. La paciente falleció como resultado de lo que parece una hemorragia subaracnoidea. Este problema podría haber sido diagnosticado mediante una punción lumbar o una tomografía computarizada de cráneo. Pero la indicación de estas pruebas depende de la información que la propia paciente suministrara. Si dijo que “ese era el dolor de cabeza mas importante de su vida” o que no había presentado dolores de cabeza en el pasado esas pruebas deberían realizarse y no hacerlo supondría negligencia; pero si manifestó una historia de dolores de cabeza repetidos desde hacía años y no expresó que el actual presentara características especiales, esas pruebas no deberían realizarse porque hacerlo de forma indiscriminada a toda persona con dolores de cabeza tendríamos mas prejuicios que beneficios. En ese caso se trataría de un error de juicio, puesto que se confundió un dolor de cabeza leve con uno grave, y la familia debería recibir una compensación por el daño causado pero los profesionales estarían libres de culpa y no deberían ser objeto de inhabilitación profesional ni de acción penal, como debería ser en caso de negligencia.
No es infrecuente que en casos de negligencia sanitaria se intente por parte de los compañeros del causante minimizar la responsabilidad individual mediante la utilización, desde mi punto de vista, retórica y corporativista, de dos afirmaciones: a) que estos casos son frecuentes, y que b) que la administración sanitaria es conocedora, y quizás, cómplice, encubridora y responsable de la situación. El primer argumento, que estos casos no son únicos, debería servir de fundamento para aumentar las exigencias y no de disminuirlas, pues no podemos permitirnos que nuestro sistema sanitario presente este tipo de problemas de forma habitual.
El segundo argumento, que la administración sanitaria correspondiente tiene un cierto grado de responsabilidad en estos sucesos es incuestionable pero no elimina la responsabilidad individual. Si tomamos el caso mas cercano de la Comunidad Autónoma de Madrid es imposible ignorar que en los últimos años han tenido lugar una serie de acontecimientos no precisamente tranquilizadores. La epidemia de hepatitis en el Hospital Fundación de Alcorcón, por contaminación de un disolvente de medicamentos, quizás con objeto de reducir gastos; el asesinato de varios pacientes y profesionales en la Fundación Jiménez Díaz por una residente que padecía un problema psiquiátrico grave y que no estuvo adecuadamente vigilada; el escándalo del Hospital Severo Ochoa, que desprestigió y criminalizó a médicos a quienes los jueces exculparon de malas prácticas; los casos recientes de homicidios por administración errónea de sustancias químicas y alimentos en el Hospital Gregorio Marañón, entre otros, son acontecimientos que no hablan bien de la capacidad de gestión de los responsables sanitarios madrileños.
Pero los profesionales no podemos refugiarnos en la culpabilidad, ignorancia o negligencia, o todo junto, de gestores y administradores. Cuando nosotros encontramos que las condiciones de nuestro trabajo son inaceptables para una buena práctica clínicas debemos denunciar las deficiencias y abstenernos de esa práctica, incluso presentando la renuncia a ese trabajo. Esa actitud es difícil pero no imposible. La reclamación sobrevenida después de la desgracia no es aceptable. Las reclamaciones y las denuncias hay que presentarlas antes, no después, de que aparezcan los problemas, con objeto de evitarlas, no de descargar sobre otros las responsabilidades que uno tiene.
Tengo un amigo que pasó por una experiencia similar. Trabajaba como jefe de un Servicio de Neurología y profesor de universidad en un hospital universitario de Madrid que hace medio siglo era el más prestigioso de España. El hospital había entrado en grave crisis económica que la administración pretendió resolver mediante una unión temporal de empresas con una compañía privada con ánimo de lucro, en lugar de absorberlo en sector público. Los profesionales de ese centro pensaron que esto podría ayudar a resolver las deficiencias. Mi amigo pidió al gerente varias veces que contratara una guardia de neurología pues los pacientes que presentaban urgencias neurológicas, salvo los privados, eran atendidos por médicos no especialistas.
Mi amigo utilizó todos sus argumentos para convencer a los responsables de la institución de la necesidad de contratar ese tipo de servicios. Presentó evidencia de que esa contratación no solo ahorra vidas e incapacidades sino que también reduce tiempos de estancia media y el número de pruebas diagnósticas. De modo que esa iniciativa no solo sería buena para los pacientes sino incluso beneficiosa para el hospital. Pero no se contrató la guardia neurológica.
Los accidentes de aviación son bastante raros pero los pilotos dicen que las situaciones de “near crash”, “casi un choque” no son tan infrecuentes. Mi amigo vivió varias situaciones de “near crash” en los primeros meses del año 2004 pero el día de Jueves Santo de ese año ingresó en urgencias un paciente de 70 años, anticoagulado, con dolor de espalda de inicio súbito, que en 45 minutos le dejo parapléjico (paralizado de cintura para abajo). Cualquier neurólogo piensa en esas condiciones que el paciente tiene un hematoma epidural, lo confirma con resonancia urgente y hace que un neurocirujano lo extirpe pero ese día no había neurólogo titulado en ese centro, la resonancia se hizo con mucho retraso y en lugar inadecuado y el neurocirujano no fue llamado …hasta el día siguiente, demasiado tarde. El paciente quedó inválido para el resto de su vida.
Mi amigo pensó que este caso desgraciado supondría la contratación de la guardia neurológica. Pero como no fue así, presentó una reclamación ante la junta facultativa, el órgano del hospital encargado de velar por la calidad y la moralidad de lo que hacemos. Lamentablemente, este cuerpo estaba más preocupado por el posible escándalo que por la solución de la deficiencia y se limitó a pedir que se ocultaran esos hechos a la opinión pública. No se contrató una guardia de neurología pero se añadió un nuevo protocolo. Es una práctica común de los gestores sanitarios. Donde faltan profesionales se implantan mas normas. No resuelven los problemas pero permiten encontrar un chivo expiatorio, que no ha cumplido el protocolo.
Mi amigo no tenía ningún interés en divulgar ese problema. Estos asuntos deben debatirse entre expertos y lejos de las pasiones de los medios. Incluso, cuando hay una denuncia, la mayor parte del interés se centra, no en resolver el problema, sino en buscar un culpable. Pensó que él había dejado de pertenecer espiritualmente a un colectivo que solo estaba interesado en defender intereses corporativos y no a los pacientes, en ocultar problemas y no en resolverlos. Renunció a su trabajo y se trasladó a otro mas oscuro en la sanidad pública. No es fácil resistirse al sistema pero puede hacerse.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)