El sistema sanitario español, a pesar de sus deficiencias, incomodidades y retrasos, es uno de los mejores del mundo, tanto por su calidad como por la universalidad de las prestaciones hasta el punto de que profesionales y beneficiarios a veces tenemos la sensación de ser poseedores de todos tipo de derechos, sin limites. Sin embargo, el crecimiento continuo de las posibilidades de curación, que se acompaña de un aumento de los costes, junto a la limitación de los recursos disponibles, agravada ahora por la crisis, plantean problemas de supervivencia a medio plazo, lo que nos obliga a plantearnos el futuro de la asistencia sanitaria y su financiación.
Los españoles gastamos en asistencia sanitaria unos 1200 € por persona y año, en lo que se refiere a gasto público, unos 48.650 millones de euros en 2006. Esta cifra se divide en 4 grandes bloques: 48% en gastos de personal, 25% en la compra de bienes y servicios, 22% en gasto farmacéutico por receta y el 4-5% restante en inversiones. El gasto público supone aproximadamente el 70% del total. El gasto privado, alrededor de un 30%, está aumentando porcentualmente de forma progresiva durante la última década. La suma de gasto sanitario público y privado en España supone una cifra aproximada del 7,5% del producto interior bruto (PIB), bastante estable durante los últimos años, y muy por debajo de la media de los países de nuestro entorno como puede verse en la tabla 1.
Tabla 1. Gasto sanitario (en % del PIB) en países de nuestro entorno
País
Gasto sanitario
España
7,5
Francia
>9,5
Portugal
9,2
Italia
8,4
Alemania
10,7
USA
14,5
Fuente: Orszag PR, Ellis P. The challenge of rising health care costs-A view from the congressional budget office. The New Eng J of Med 357: 1793-1795, 2007.
Estados Unidos gasta en asistencia sanitaria 4,800 € por persona y año (44,4% en la sanidad pública y 55,6% en la privada) y ¡no tiene ninguna cobertura para el 15% de la población, es decir, 45 millones de personas! Si España ofrece una buena asistencia sanitaria con un costo inferior al de los países con los que nos comparamos es porque tiene unos gastos muy inferiores en la partida presupuestaria mas importante, la de personal. Nuestros servicios de urgencia parecen zocos persas a partir de la primera gripe de invierno, pero atendemos mejor y mas barato que nuestros vecinos porque pagamos menos a nuestros profesionales sanitarios, médicos y no médicos. Y quizás también porque mientras que en otros países de Europa el cuidado sociosanitario es competencia del estado aquí se carga, de manera insoportable, sobre las familias.
La demanda de servicios es ilimitada pero los recursos disponibles son cantidades concretas. El número y la calidad de las prestaciones sanitarias siempre puede aumentar y mejorar. Nuestro sistema sanitario garantiza una buena asistencia primaria y una buena asistencia hospitalaria general pero muchos de nosotros desearíamos que no hubiera listas de espera y que el médico tenga tiempo de atendernos sin prisa. Ambas aspiraciones, absolutamente legítimas, son incompatibles o incluso contradictorias, si no metemos mas dinero en el sistema. Si queremos que el médico nos dedique mas tiempo o contratamos mas médicos, o se alarga la lista de espera.
Lo mismo ocurre con otros problemas. Podemos pedir que nos financien el cuidado buco dental, o que haya recursos para tratar de forma gratuita a los pacientes que se someten a cirugía estética. Todo eso cuesta dinero y el asunto es cómo vamos a pagarlo. Los países de los que hemos hablado, que dedican mucho mas dinero que nosotros a sanidad, tienen también mucho mayores impuestos. ¿Estamos nosotros dispuestos a pagar mas impuestos para disponer de una mejor asistencia sanitaria?. A la mayoría de los político se les pondrían los pelos como escarpias antes de atreverse a plantearlo.
Prioridades con recursos limitados.
Si los recursos son limitados y, en todo caso, inferiores a la demanda es necesario establecer prioridades. La asistencia sanitaria se caracteriza porque los niveles básicos de atención se pueden conseguir con muy poco dinero pero cada nuevo peldaño que se sube en la escala de la calidad cuesta mucho mas y tiene una rentabilidad menor hasta llegar a un punto en el que la rentabilidad del nuevo paso es cuestionable.
Por ejemplo, un principio básico de la gestión sanitaria es que si se dispone de muy pocos recursos lo más eficiente es clorar las aguas. Cuesta poco y rinde mucho. Después, la salud materno infantil; luego la cirugía menor y la medicina preventiva. El problema surge cuando se quiere dar un salto en algunas patologías. Por ejemplo, la atención urgente de un paciente con un infarto cerebral por parte de un neurólogo de guardia disminuye la mortalidad y la incapacidad por infarto cerebral, en comparación con lo que ocurre cuando el paciente es atendido por otro médico, pero el efecto no es espectacular. En un hospital de 750 camas, con mil ingresos por infarto cerebral al año, la atención no especializada conlleva una mortalidad de un 10%, es decir 100 muertos al año, mientras que la del neurólogo estaría en un 9%, es decir 90 muertos. La diferencia de 10 muertos al año en el contesto de un hospital de mediano tamaño, es imperceptible. Contratar a un neurólogo de guardia cuesta casi 120.000 € al año. Algún gerente de una institución privada ha preferido con ese dinero contratar a un oftalmólogo y un anestesista que le operan 5 cataratas diarias, 25 a la semana, 100 al mes, 1000 al año, que le suponen unos ingresos de 1.200.000 € al año y los parabienes de los responsables políticos de la comunidad por contribuir al alivio de la lista de espera. Diez muertos mas y treinta inválidos innecesarios nadie los detecta y un millón de euros de beneficio son bien visibles. De modo que el problema importante es ¿quién toma las decisiones sobre las prioridades?
En los Estados Unidos y en los países anglosajones en los que la sociedad civil es fuerte muchas de estas decisiones quedan en manos de los profesionales y de los usuarios. En España, por desgracia, sin tradición de sociedad civil y con el lastre del código napoleónico, por desgracias, muchas de estas decisiones quedan en manos de los políticos y los gestores. Eso es terrible. Prueba de ello es la escasa innovación de las estructuras sanitarias que tardan mucho en adaptarse a las nuevas realidades, a las nuevas enfermedades y a los nuevos métodos asistenciales.
Se ha puesto demasiado énfasis en valorar la eficacia de los servicios sanitarios en base a la duración del tiempo de espera. Esto es peligroso. Mientras que no hay espera donde no hay esperanza un avance importante de la medicina crea nuevas expectativas y alarga la lista de espera. Podrían considerarse como índices de calidad, entre otros, los siguientes:
1. El tiempo medio de duración de cada visita en asistencia primaria.
2. El tiempo de espera para ser atendido por un especialista.
3. La facilidad para conseguir una segunda opinión de un experto en una comunidad autónoma distinta de la de origen o para conseguir ser tratado por un superespecialista en el caso de pacientes con enfermedades raras.
4. El tiempo de estancia en Urgencias antes de ser ingresado en el hospital.
5. El porcentaje de pacientes que consigue ser trasladado a un centro de rehabilitación después de un ingreso hospitalario por un proceso agudo.
6. El porcentaje de pacientes que son trasladados a centros de crónicos y no a sus residencias familiares
7. El porcentaje de autopsias clínicas entre los pacientes que fallecen en el hospital.
8. Las comorbilidades y la tasa de mortalidad de los distintos procesos.
9. En número de estudios de investigación clínica que se realizan en los hospitales por iniciativa de sus facultativos y no por la de la industria farmacéutica.
10. Los fondos de investigación pública y competitiva, procedente de distintas instancias (local, nacional, europeo, internacional), destinados a investigación, que captan los hospitales.
¿Tiene esto remedio?
Las soluciones no son fáciles y los caminos para conseguirlas han sido minados por los enemigos de la imaginación y enamorados de la rutina. Las transferencias sanitarias a las comunidades autónomas, en el año 2002, no solo no mejoraron los niveles de asistencia sanitaria sino que en muchos casos los han empeorado. Hay comunidades autónomas que por su tamaño, población y recursos no son viables desde el punto de vista de autonomía sanitaria. Incluso las mas importantes tienen dificultades para ofrecer el grado de excelencia que se requiere para ofertar una asistencia sanitaria de calidad en procesos de alta tecnología o en casos de enfermedades raras. De modo que a veces nos encontramos con el hecho de que determinados pacientes con enfermedades difíciles o raras no reciben el tratamiento adecuado o no son objeto de los estudios necesarios porque no se les permite obtener asistencia sanitaria fuera de su comunidad autónoma y a veces fuera de su área sanitaria. Y también a veces nos encontramos con que los ciudadanos se convierten en rehenes de sus gestores sanitarios que no dotan de los recursos sanitarios a los centros que de ellos dependen pero tampoco permiten que los pacientes que necesitan un determinado tipo de atención no disponible en su centro de referencia la obtengan en otro sitio.
De modo que uno de los requerimientos necesarios para una mejor asistencia es que el sistema se liberalice. El estado y las administraciones públicas tienen que garantizar pero no necesariamente controlar la asistencia sanitaria. La libre elección de médico y centro hospitalario, con las regulaciones que sean necesarias, es imprescindible. Y la autonomía de los hospitales, y la libre competencia entre los diversos centros sanitarios, también.
En segundo lugar es necesario que en nuestra sociedad haya educación sanitaria y debate. La educación sanitaria es fundamental porque hay muchas enfermedades que pueden prevenirse, cuya prevalencia puede disminuir de forma sustancial si la gente comprende como se adquieren. Y debe haber un debate público abierto. Cada vez conocemos mas enfermedades de carácter hereditario que pueden eliminarse con las modernas técnicas de intervención genética. Nuestros pacientes deben conocer estas posibilidades y tener acceso a ellas si lo desean. El debate debe incluir la discusión de las prioridades, los presupuestos y los mecanismos adecuados para equilibrarlos, incluídos los impuestos. El hasta donde queremos llegar en nuestra protección de la salud y cuanto estamos dispuestos a pagar en impuestos por ello debe ser objeto de discusión y decisión pública.
Hay que afrontar, por último, el problema de la educación de los profesionales sanitarios. La educación en nuestras facultades de Medicina ha sido terriblemente desvirtuada por el impacto del examen MIR. Es necesario volver a una educación que ponga más énfasis en los valores morales, en el cuidado del paciente, en la curiosidad científica, en el deseo por descubrir. Y no se puede abandonar la educación continuada en manos de la industria farmacéutica. Es necesario que o bien la asuman las autoridades sanitarias, como parte de un estipendio no dinerario de los profesionales, o que quede en manos de estos con las reformas fiscales correspondientes que permitan una desgravación sustancial por estas actividades. Este asunto es mas importante si cabe teniendo en cuenta la necesidad de una reacreditación periódica de los profesionales, que parece imprescindible, y que va a obligar a volcar en los aspectos educativos unos esfuerzos considerables.
Y, aún así, que tengamos suerte.
sábado, 5 de septiembre de 2009
Rentable para Hacienda, bueno para la salud. Nada en exceso.
Tiene gran interés el artículo publicado por los profesores Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas, en “La Cuarta Página”, de “EL PAÏS, de 15 de agosto. Estoy de acuerdo con la idea básica que transmite, que puede ser un error exigir una jubilación forzosa e indiscriminada de nuestros profesionales, perjudicial para la sociedad y para los propios individuos, pero deseo realizar algunas matizaciones y precisiones. La sustancia de mi matización es que la opción de jubilarse o seguir desempeñando un puesto de responsabilidad profesional no es un derecho inalienable del sujeto sino que debe ser fruto de un acuerdo, revisable en el tiempo, en el que se tengan en cuenta no solo los intereses individuales sino los sociales. Además, los supuestos beneficios de la prolongación de la actividad profesional son plausibles, pero no probados.
Los profesores Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas citan el caso de Rita Levi Montalcini, una maravillosa mujer y científico ejemplar, que a sus cien años continua activa y con gran interés en la ciencia y en la sociedad, y que acude todavía de forma habitual al laboratorio. Ese caso podría servirnos de ejemplo para afirmaciones más matizadas que las del mencionado artículo. Porque la producción científica de Levi Montalcini durante los últimos años, 10 trabajos publicados en la última década, la mayoría de revisión o de carácter histórico, son mucho menos importantes que la aportación extraordinaria que realizo en la quinta década de su vida, trabajos que le valieron el premio Nobel en el año 1986. Y lo que tenemos que pensar es si el apoyo a la Levi Montalcini centenaria no se hace a costa de dificultar la tarea científica de otros muchos y muchas Levi-Montalcini, con medio siglo menos de vida a sus espaldas, pero con talento, ilusiones y capacidad de trabajo para hacer grandes aportaciones a la ciencia. Porque lo que ahora ocurre es que muchos de nuestros jóvenes talentos, con plazas conseguidas por oposición en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y en la Universidad no encuentran ni el espacio ni el apoyo necesario para desarrollar su actividad mientras que otras personas mayores, en las fases menos productivas de su trayectoria profesional, continúan en situación de privilegio.
No cabe ninguna duda de que la universidad española es una institución gerontocrática, en la que se accede a un puesto estable mucho después de que el candidato esté en las mejores condiciones de hacerlo. Y tampoco es discutible que el profesorado numerario de la Universidad y el personal científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas gozan de inmunidad funcionarial durante toda su vida. De modo que si queremos que nuestro país progrese estaría bien permitir que las personas valiosas pudieran mantener su actividad mas allá de los 70 años, pero sería estupendo que las personas incompetentes pudieran ser jubiladas mucho antes. O sea que el beneficio para la hacienda pública en particular y para lo sociedad en general no depende de que se acorte o alargue la edad de jubilación sino de que se permita trabajar a la gente valiosa, jóvenes o viejos, y se proceda a retirar de los puestos de responsabilidad a las personas menos productivas, respetando sus derechos.
Decía mi maestro, el Prof. Fred Dreifuss, neurólogo prestigioso de la Universidad de Virginia, que en la vida de un científico había tres etapas. En la primera, durante la juventud, se investigaba; en la segunda, de madurez, se administraba; y en la última, la presenil o senil, se enseñaba. Es verdad que el cerebro de los hombres cambia con el tiempo, pierde capacidades y gana otras. La curiosidad –lo que los angloparlantes denominan “novelty seeking behaviour”-, la osadía, la irreverencia hacia la ortodoxia, cualidades tan importantes para que la investigación científica sea original y valiosa, son cualidades del cerebro joven. La prudencia y el sentido del método, tan necesarios para la buena administración, son características del cerebro maduro. Y el amor por la juventud, el interés por lo verdaderamente importante son cualidades de quienes han comenzado ya el descenso desde la cumbre.
No debería considerarse un agravio que si un profesor de más de 70 años se pone a dirigir la tesis doctoral de un científico joven se le pida que cuente con un co-director mas joven, aunque esta solución se base solo en razones biológicas. La esperanza media de vida de los varones en España es de 77 años y de las mujeres 83. Una tesis doctoral puede durar fácilmente mas de 4 años de tal manera que si un estudiante de doctorado escoge como director de tesis a una persona, especialmente varón, de más de 70 años, la probabilidad de que la tesis sea póstuma al director es significativa. Quizás podría seleccionarse al pequeño subgrupo de profesores cuyo estado de salud es excepcional aunque eso nos obligaría a chequeos médicos de los irreductibles que desean continuar en el puesto de mando de la investigación, chequeos que deberían incluir un examen neurológico detallado, electrocardiograma, colonoscopia, examen prostático y otros. Lo mismo puede decirse de los proyectos de investigación, en los que el investigador principal debe ocuparse de innumerables tareas administrativas que a una cierta edad se convierten en extraordinariamente antipáticas.
Sería estupendo que la permanencia en el puesto de trabajo disminuyera el riesgo de enfermedad de Alzheimer pero los datos aportados por los Prof Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas, fundamentalmente el trabajo de Lupton y colaboradores, publicado en Int J of Geriat Psychiat (una revista de segundo orden en el terreno de la Neurología), son muy débiles y deben analizarse con muchas cautelas. En efecto, se trata de un estudio retrospectivo, en una muestra pequeña, en el que el efecto neuroprotector se limita a los varones, lo que hace pensar que es más bien un artefacto estadístico, que un genuino efecto biológico. Ese estudio no descarta la explicación plausible de que no es la prolongación del trabajo lo que protege de la demencia, sino la presencia de demencia, aunque sea en fases precoces, la que hace que las personas dejen de trabajar. Es verdad que los autores afirman que esta explicación es improbable porque en muchos casos había transcurrido un periodo de 5 o más años entre la jubilación y la demencia, pero hoy sabemos que muchas enfermedades neurológicas pueden dar síntomas precoces de trastorno de función cerebral 15 o más años antes del diagnóstico del proceso.
Y, sobre todo, el artículo de Lupton viene a decir que es mejor seguir trabajando que dejar de hacerlo pero no analiza los múltiples elementos asociados a dejar de trabajar –disminución de ingresos económicos, posible aislamiento social, aumento de actividades, como ver la televisión, que se sabe producen un aumento del riesgo de enfermedad de Alzheimer- ni las alternativas al trabajo. ¿Qué pasa con los sujetos que dejan el trabajo y se “ocupan” en otras actividades como matricularse en cursos para adultos en la universidad, inscribirse en asociaciones vocacionales o recreacionales, rehacer su vida sentimental o acudir a determinado tipo de actividades?. Sobre todo, no podemos permitir que muchos de nuestros conciudadanos, que han llegado a la edad de jubilación y la esperan con regocijo, puedan pensar que deben retrasarla porque de esa manera disminuyen su riesgo de padecer un trastorno tan trágico como la enfermedad de Alzheimer.
Los profesores Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas citan el caso de Rita Levi Montalcini, una maravillosa mujer y científico ejemplar, que a sus cien años continua activa y con gran interés en la ciencia y en la sociedad, y que acude todavía de forma habitual al laboratorio. Ese caso podría servirnos de ejemplo para afirmaciones más matizadas que las del mencionado artículo. Porque la producción científica de Levi Montalcini durante los últimos años, 10 trabajos publicados en la última década, la mayoría de revisión o de carácter histórico, son mucho menos importantes que la aportación extraordinaria que realizo en la quinta década de su vida, trabajos que le valieron el premio Nobel en el año 1986. Y lo que tenemos que pensar es si el apoyo a la Levi Montalcini centenaria no se hace a costa de dificultar la tarea científica de otros muchos y muchas Levi-Montalcini, con medio siglo menos de vida a sus espaldas, pero con talento, ilusiones y capacidad de trabajo para hacer grandes aportaciones a la ciencia. Porque lo que ahora ocurre es que muchos de nuestros jóvenes talentos, con plazas conseguidas por oposición en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y en la Universidad no encuentran ni el espacio ni el apoyo necesario para desarrollar su actividad mientras que otras personas mayores, en las fases menos productivas de su trayectoria profesional, continúan en situación de privilegio.
No cabe ninguna duda de que la universidad española es una institución gerontocrática, en la que se accede a un puesto estable mucho después de que el candidato esté en las mejores condiciones de hacerlo. Y tampoco es discutible que el profesorado numerario de la Universidad y el personal científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas gozan de inmunidad funcionarial durante toda su vida. De modo que si queremos que nuestro país progrese estaría bien permitir que las personas valiosas pudieran mantener su actividad mas allá de los 70 años, pero sería estupendo que las personas incompetentes pudieran ser jubiladas mucho antes. O sea que el beneficio para la hacienda pública en particular y para lo sociedad en general no depende de que se acorte o alargue la edad de jubilación sino de que se permita trabajar a la gente valiosa, jóvenes o viejos, y se proceda a retirar de los puestos de responsabilidad a las personas menos productivas, respetando sus derechos.
Decía mi maestro, el Prof. Fred Dreifuss, neurólogo prestigioso de la Universidad de Virginia, que en la vida de un científico había tres etapas. En la primera, durante la juventud, se investigaba; en la segunda, de madurez, se administraba; y en la última, la presenil o senil, se enseñaba. Es verdad que el cerebro de los hombres cambia con el tiempo, pierde capacidades y gana otras. La curiosidad –lo que los angloparlantes denominan “novelty seeking behaviour”-, la osadía, la irreverencia hacia la ortodoxia, cualidades tan importantes para que la investigación científica sea original y valiosa, son cualidades del cerebro joven. La prudencia y el sentido del método, tan necesarios para la buena administración, son características del cerebro maduro. Y el amor por la juventud, el interés por lo verdaderamente importante son cualidades de quienes han comenzado ya el descenso desde la cumbre.
No debería considerarse un agravio que si un profesor de más de 70 años se pone a dirigir la tesis doctoral de un científico joven se le pida que cuente con un co-director mas joven, aunque esta solución se base solo en razones biológicas. La esperanza media de vida de los varones en España es de 77 años y de las mujeres 83. Una tesis doctoral puede durar fácilmente mas de 4 años de tal manera que si un estudiante de doctorado escoge como director de tesis a una persona, especialmente varón, de más de 70 años, la probabilidad de que la tesis sea póstuma al director es significativa. Quizás podría seleccionarse al pequeño subgrupo de profesores cuyo estado de salud es excepcional aunque eso nos obligaría a chequeos médicos de los irreductibles que desean continuar en el puesto de mando de la investigación, chequeos que deberían incluir un examen neurológico detallado, electrocardiograma, colonoscopia, examen prostático y otros. Lo mismo puede decirse de los proyectos de investigación, en los que el investigador principal debe ocuparse de innumerables tareas administrativas que a una cierta edad se convierten en extraordinariamente antipáticas.
Sería estupendo que la permanencia en el puesto de trabajo disminuyera el riesgo de enfermedad de Alzheimer pero los datos aportados por los Prof Fernández Ballesteros, Diez Nicolás y Salas, fundamentalmente el trabajo de Lupton y colaboradores, publicado en Int J of Geriat Psychiat (una revista de segundo orden en el terreno de la Neurología), son muy débiles y deben analizarse con muchas cautelas. En efecto, se trata de un estudio retrospectivo, en una muestra pequeña, en el que el efecto neuroprotector se limita a los varones, lo que hace pensar que es más bien un artefacto estadístico, que un genuino efecto biológico. Ese estudio no descarta la explicación plausible de que no es la prolongación del trabajo lo que protege de la demencia, sino la presencia de demencia, aunque sea en fases precoces, la que hace que las personas dejen de trabajar. Es verdad que los autores afirman que esta explicación es improbable porque en muchos casos había transcurrido un periodo de 5 o más años entre la jubilación y la demencia, pero hoy sabemos que muchas enfermedades neurológicas pueden dar síntomas precoces de trastorno de función cerebral 15 o más años antes del diagnóstico del proceso.
Y, sobre todo, el artículo de Lupton viene a decir que es mejor seguir trabajando que dejar de hacerlo pero no analiza los múltiples elementos asociados a dejar de trabajar –disminución de ingresos económicos, posible aislamiento social, aumento de actividades, como ver la televisión, que se sabe producen un aumento del riesgo de enfermedad de Alzheimer- ni las alternativas al trabajo. ¿Qué pasa con los sujetos que dejan el trabajo y se “ocupan” en otras actividades como matricularse en cursos para adultos en la universidad, inscribirse en asociaciones vocacionales o recreacionales, rehacer su vida sentimental o acudir a determinado tipo de actividades?. Sobre todo, no podemos permitir que muchos de nuestros conciudadanos, que han llegado a la edad de jubilación y la esperan con regocijo, puedan pensar que deben retrasarla porque de esa manera disminuyen su riesgo de padecer un trastorno tan trágico como la enfermedad de Alzheimer.
sábado, 9 de mayo de 2009
Historia de Carlos
Carlos nació ahora hace 40 años en un pueblo de Zaragoza. Era el séptimo de 7 hermanos, hijos de un matrimonio sano, y su madre lo tuvo en su domicilio, sin atención hospitalaria. El parto fue lento y el niño sufrió de anoxia cerebral. Durante los primeros meses se crió mal, Mamó solo durante un mes, tuvo mucho vómitos y muchas diarreas y no ganaba peso. Empezó a caminar a los 18 meses, a retener la deposición a los siete años y estuvo orinándose mientras dormía hasta los 15. Pero era inteligente y pudo ir a la escuela a su edad, acabar la educación primaria y el bachillero, y matricularse en la escuela de Bellas Artes, donde fue bien hasta el último año. Presentó alguna exposición colectiva de pintura.
Cuando tenía veintitantos años Carlos no salía con chicas, como el resto de sus compañeros de escuela, sino que pasaba mucho tiempo con niños. En algún momento fue acusado de pederastia. Los padres iniciaron una peregrinación de psiquiatras, monjes, sociólogos, frailes y psicólogos pero estas medidas no tuvieron efecto. Hace diez años un psiquiatra propuso tratarle con neurolépticos, para tranquilizarle, y con péptidos que inhiben las hormonas hipotalámicas, para reducir sus impulsos sexuales. En el año 2004 la cabeza de Carlos empezó a desviarse hacia atrás. Al principio era un movimiento lento, casi imperceptible. Poco a poco se convirtió en un espasmo violento. Finalmente llegó a ser un movimiento brutal que giraba la cabeza de tal forma que la cabeza golpeaba contra los hombros y contra la espalda, le producía un intenso dolor y le hacía perder el equilibrio. En uno de esos movimientos las vértebras de la columna cervical chocaron con tal fuerza que escupieron hacia atrás uno de los discos intervertebrales, esa especie de cojinetes que unen las piezas de hueso de la columna y permiten que esta se flexione o extensiones. Cuando eso ocurre, si la hernia del disco es grande, se puede comprimir la médula y se produce una lesión del sistema nervioso. En el caso de Carlos el disco herniado era el C3 por lo que si no se hubiera detenido a tiempo le hubiera producido la muerte.
El caso de Carlos me ha producido una serie de preguntas inquietantes tales como:
¿Es razonable que hace 40 años todavía hubiera partos domiciliarios, sin la debida asistencia sanitaria, en España?.
¿Es razonable tratar a los pederastas con neurolépticos?. No cabe duda de que la sociedad debe protegerse pero ¿es este el método mas eficaz?. ¿Es también el mas respetuoso con los derechos del paciente? ¿Se le pidió permiso para darle ese tratamiento o se realizó la prescripción por iniciativa de un juez, un médico o la familia?.
¿La única manera que nuestra sociedad tiene de evitar que se cometan actos criminales la represión por parte de los representantes del orden? Si así fuera, ¿en qué tipo de civilización vivimos?
Cuando tenía veintitantos años Carlos no salía con chicas, como el resto de sus compañeros de escuela, sino que pasaba mucho tiempo con niños. En algún momento fue acusado de pederastia. Los padres iniciaron una peregrinación de psiquiatras, monjes, sociólogos, frailes y psicólogos pero estas medidas no tuvieron efecto. Hace diez años un psiquiatra propuso tratarle con neurolépticos, para tranquilizarle, y con péptidos que inhiben las hormonas hipotalámicas, para reducir sus impulsos sexuales. En el año 2004 la cabeza de Carlos empezó a desviarse hacia atrás. Al principio era un movimiento lento, casi imperceptible. Poco a poco se convirtió en un espasmo violento. Finalmente llegó a ser un movimiento brutal que giraba la cabeza de tal forma que la cabeza golpeaba contra los hombros y contra la espalda, le producía un intenso dolor y le hacía perder el equilibrio. En uno de esos movimientos las vértebras de la columna cervical chocaron con tal fuerza que escupieron hacia atrás uno de los discos intervertebrales, esa especie de cojinetes que unen las piezas de hueso de la columna y permiten que esta se flexione o extensiones. Cuando eso ocurre, si la hernia del disco es grande, se puede comprimir la médula y se produce una lesión del sistema nervioso. En el caso de Carlos el disco herniado era el C3 por lo que si no se hubiera detenido a tiempo le hubiera producido la muerte.
El caso de Carlos me ha producido una serie de preguntas inquietantes tales como:
¿Es razonable que hace 40 años todavía hubiera partos domiciliarios, sin la debida asistencia sanitaria, en España?.
¿Es razonable tratar a los pederastas con neurolépticos?. No cabe duda de que la sociedad debe protegerse pero ¿es este el método mas eficaz?. ¿Es también el mas respetuoso con los derechos del paciente? ¿Se le pidió permiso para darle ese tratamiento o se realizó la prescripción por iniciativa de un juez, un médico o la familia?.
¿La única manera que nuestra sociedad tiene de evitar que se cometan actos criminales la represión por parte de los representantes del orden? Si así fuera, ¿en qué tipo de civilización vivimos?
viernes, 8 de mayo de 2009
Los desfibriladores
Me llama mi amigo JuanMa Ruiz Liso para pedirme que vaya en Noviembre a dar una conferencia en su Soria. JuanMa es el factotum de la Fundación Caja Rural de Soria y está desarrollando una enorme tarea de promoción de su tierra y de educación sanitaria de su gente. Yo he colaborado con ellos en alguna ocasión y ellos han financiado algunos estudios que hemos realizado en aquellas tierras sobre Parkinson hereditario.
Las conferencias en Soria son deliciosas. Suelen tener lugar en la maravillosa antigua iglesia de la Merced, secularizada y convertida en la estupenda sala Tirso de Molina. La hospitalidad es apabullante y JuanMa suele utilizar un verbo cálido y florido, elogioso con el conferenciante hasta llegar a abrumarle. Si el conferenciante llega con algo de tiempo, puede tener la oportunidad de repasar sus mensajes claves “entre San Polo y San Saturio/donde el Duero traza su curva de ballesta”. Y si se queda a cenar, puede aprovechar ofertas tales como “una tapa (y un vino), un euro” o la magnífica cocina soriana, insuperable en tiempo de setas. Pero lo más maravilloso de todo es el entusiasmo de la audiencia. En un público ávido de conocimiento. Acuden hasta llenar el aula, atienden sin respirar, preguntan todo lo preguntable y convierten al conferenciante en un amigo.
JuanMa me explica que está organizando un ciclo sobre aspectos de la conducta y su efecto como preventivo de las enfermedades. Me pregunta si puedo desarrollar la parte relacionada con las enfermedades neurológicas. Le digo que si, que es un tema que me interesa mucho, y quedamos en que me enviará un mensaje electrónico y concretaremos fechas “en noviembre”. JuanMa sabe de mi pasión por las setas. Le doy las gracias y me despido:
- Desde luego es envidiable la tarea que estas haciendo.
- Bueno, no sabes los últimos proyectos. He convencido a la dirección de la Caja para que pongamos desfibriladores cardiacos en los cajeros automáticos.
- ¿Desfibriladores cardiacos en los cajeros automáticos?.
- Claro, contesta JuanMa, los hay en los estadios, en sitios públicos, pero ¿por qué no ponerlos en sitios que están al alcance de los ciudadanos en sitios donde puedan necesitarlos?.
- Desde luego, le digo, sobre todo es estos tiempos de crisis. Vas al cajero, ves el saldo de tu cuenta bancaria, te da un infarto de miocardio, y allí está el desfibrilador para salvarte la vida. Muy bien pensado.
- ¿Sabes con quien he estado hablando antes de llamarte?.
- Ni idea.
- Con el obispo. ¿Por qué en las iglesias no tiene que haber desfibriladores?. La gente acude a las iglesias para actos que se asocian a veces a grandes emociones, entierros, bodas, comuniones. Hay grandes concentraciones de personas. Tendríamos que considerarlos espacios públicos de gran concentración de personas y, por tanto, de riesgo de arritmia cardiaca.
- La verdad es que no sé si son sitios de concentraciones tan masiva como tu dices, salvo las concentraciones y manifestaciones antiaborto y a favor de la familia cavernaria pero, en todo caso, teniendo en consideración las incendiarias pastorales de los obispos y las apocalípticas homilías de los sacerdotes, no estaría de mas disponer de un fibrilador al lado del confesionario. ¡Que grande eres, JuanMa!.
Las conferencias en Soria son deliciosas. Suelen tener lugar en la maravillosa antigua iglesia de la Merced, secularizada y convertida en la estupenda sala Tirso de Molina. La hospitalidad es apabullante y JuanMa suele utilizar un verbo cálido y florido, elogioso con el conferenciante hasta llegar a abrumarle. Si el conferenciante llega con algo de tiempo, puede tener la oportunidad de repasar sus mensajes claves “entre San Polo y San Saturio/donde el Duero traza su curva de ballesta”. Y si se queda a cenar, puede aprovechar ofertas tales como “una tapa (y un vino), un euro” o la magnífica cocina soriana, insuperable en tiempo de setas. Pero lo más maravilloso de todo es el entusiasmo de la audiencia. En un público ávido de conocimiento. Acuden hasta llenar el aula, atienden sin respirar, preguntan todo lo preguntable y convierten al conferenciante en un amigo.
JuanMa me explica que está organizando un ciclo sobre aspectos de la conducta y su efecto como preventivo de las enfermedades. Me pregunta si puedo desarrollar la parte relacionada con las enfermedades neurológicas. Le digo que si, que es un tema que me interesa mucho, y quedamos en que me enviará un mensaje electrónico y concretaremos fechas “en noviembre”. JuanMa sabe de mi pasión por las setas. Le doy las gracias y me despido:
- Desde luego es envidiable la tarea que estas haciendo.
- Bueno, no sabes los últimos proyectos. He convencido a la dirección de la Caja para que pongamos desfibriladores cardiacos en los cajeros automáticos.
- ¿Desfibriladores cardiacos en los cajeros automáticos?.
- Claro, contesta JuanMa, los hay en los estadios, en sitios públicos, pero ¿por qué no ponerlos en sitios que están al alcance de los ciudadanos en sitios donde puedan necesitarlos?.
- Desde luego, le digo, sobre todo es estos tiempos de crisis. Vas al cajero, ves el saldo de tu cuenta bancaria, te da un infarto de miocardio, y allí está el desfibrilador para salvarte la vida. Muy bien pensado.
- ¿Sabes con quien he estado hablando antes de llamarte?.
- Ni idea.
- Con el obispo. ¿Por qué en las iglesias no tiene que haber desfibriladores?. La gente acude a las iglesias para actos que se asocian a veces a grandes emociones, entierros, bodas, comuniones. Hay grandes concentraciones de personas. Tendríamos que considerarlos espacios públicos de gran concentración de personas y, por tanto, de riesgo de arritmia cardiaca.
- La verdad es que no sé si son sitios de concentraciones tan masiva como tu dices, salvo las concentraciones y manifestaciones antiaborto y a favor de la familia cavernaria pero, en todo caso, teniendo en consideración las incendiarias pastorales de los obispos y las apocalípticas homilías de los sacerdotes, no estaría de mas disponer de un fibrilador al lado del confesionario. ¡Que grande eres, JuanMa!.
domingo, 12 de abril de 2009
¿Fin de ciclo?
Acabamos de ser espectadores de un nuevo cambio de gobierno, menos de un año después de que el anterior hubiera entrado en funciones. Con independencia de que los nuevos ministros nos parezcan mejores o peores que sus antecesores, de que el reparto de responsabilidades sea mas a menos razonable que antes, de que el nuevo organigrama sea mas o menos eficaz que el previo, habría que hacerse una pregunta básica: ¿Qué significado tiene el cambio de gobierno ahora?. ¿Es que el anterior era insostenible, por culpa de la crisis, como dicen algunos?. ¿Es, acaso, el primer síntoma de la crisis imparable del partido socialista?. ¿O estamos ante algo mas profundo, una crisis del sistema que se puso en marcha en el momento de la transición?. Yo creo que se trata del inicio de esto último y voy a intentar demostrarlo.
He re-leído hace poco los volúmenes dedicados a la restauración y al primer tercio del siglo XX de la monumental historia de España dirigida por Tuñón de Lara y publicada por Labor. Los autores ponen de manifiesto la idea de que al inicio del siglo XX, sobre todo después de la muerte de Cánovas, el sistema que tan eficaz había sido para mantener la alternancia de los partidos conservador y liberal durante 40 años, se convierte en inútil porque no es capaz de integrar los dos acontecimientos mas importantes y novedosos que aparecen en la España de aquella época: el desarrollo del movimiento obrero y la aparición de los nacionalismos. Lejos de encontrar el mecanismo de responder a estas nuevas realidades sociales e integrarlas en el sistema político vigente, los partidos de Cánovas y Sagasta –ya sin Cánovas ni Sagasta- continúan con la monótona alternancia de partidos en el poder y con gobiernos cada vez mas débiles y más efímeros. Se produce un distanciamiento cada vez más progresivo entre la “clase política” y la “calle”.
No puedo evitar las comparaciones entre aquella época y la nuestra. El problema territorial de la España invertebrada sigue tan espinoso o más que hace un siglo. La transición democrática hizo una serie de concesiones, que en su momento se consideraron necesarias para poner en marcha un proceso, sin duda, erizado de dificultades. Los políticos con responsabilidades prefirieron aceptar las reivindicaciones, muchas veces peregrinas, de cualquier cacique territorial –Segovia estuvo a punto de ser reconocida como comunidad autónoma independiente- que aprovechar la ola de internacionalismo que se produjo con la adhesión a la Comunidad Europea para imponer un modelo de gestión basado en la racionalidad.
Ahora tenemos 17+2 gobiernos autonómicos, 17+2 parlamentos regionales, 17+2 tribunales superiores de justicia, 17 sistemas de salud, muchas veces inconexos y con frecuencia no equivalentes. Esta división territorial absurda no ha acabado con la espiral de las reclamaciones pues cada concesión trae aparejada una nueva solicitud. Ha abolido de hecho el principio de libre circulación de los trabajadores y de los profesionales existente en la Comunidad Europea, pues los requisitos para trabajar como médico, o como maestro, como juez o como bombero, como notario o como enfermera, son distintos en Madrid y en La Rioja, en Andalucía y en Cataluña, en Canarias y en el País Vasco. Ese despropósito autonómico ha encarecido el gasto público, disminuido la eficacia, creado una clase política numerosa y privilegiada, y aumentado de forma espectacular el número de restaurantes con estrellas Michelin en las capitales de las 17 +2 comunidades autónomas.
Se ha producido una sustracción del papel de la sociedad civil por parte de una clase política que, aunque prescindiéramos de los numerosos casos de corrupción, es muy numerosa, bien mantenida, goza de numerosos privilegios, recibe sueldos institucionales a los que las mayoría de sus componentes no podrían aspirar en base a su capacidad personal, nivel educativo y méritos; y en muchos mas casos que menos simultanea, sin pudor, la actividad parlamentarias con otras ocupaciones lucrativas. La clase política, por lo general, carece de ideología pero no de intereses de cuerpo, solo se empeña en vituperar al contrario; actúa con prepotencia y arrogancia; goza de un enorme margen de discrecionalidad; ocupa un espacio desproporcionado a su verdadera importancia en los medios; y cuando se retira de la vida pública –y a veces estando en ella- deviene miembro de consejos de administración de grandes empresas con sueldos multimillonarios de estrella mediática, deportista de élite o cantante de fama. ¿Cómo podemos suponer que los jóvenes mil-euristas, que tienen una formación superior a la de generaciones anteriores, un empleo inseguro, y una sensación de incertidumbre continua, van a integrarse en el sistema?.
De modo que lo que estamos viendo es que los jóvenes cada vez votan menos, a pesar del lavado del cerebro de las campañas electorales; que estatutos de autonomía que han supuesto meses de trifulcas y negociaciones no importan a nadie y son refrendados tan solo por el silencio. Esta farsa cada vez nos interesa menos. Y, cuando eso ocurre, lo primero que se desmoviliza es la izquierda.
¿Qué puede ocurrir con la crisis?. Lo que sería deseable es que la crisis económica sirviera de revulsivo para poner patas arriba el sistema. Se ha producido ya el primer paso. Los grandes ejecutivos de las grandes empresas, esos que se benefician de sueldos y privilegios millonarios, los que reciben sueldos y primas equivalentes a los de centenares de trabajadores, que antes se consideraban rol-models del éxito, personajes a imitar, empiezan a ser denigrados y, en algún caso, por desgracia todavía demasiado infrecuente, han comenzado a sentirse amenazados. Cabe confiar en que si la crisis se alarga esa percepción se extienda a los deportistas de élite, que tienen sus residencias en paraísos fiscales, en los que no pagan impuestos; a los políticos derrotados que se lamen las heridas en los consejos de administración; a los pícaros de toda clase y condición que mantienen sus privilegios a costa del resto de la pobre gente. Si eso ocurriera, si la crisis sirviera para convertir a héroes en villanos, tendría algún aspecto positivo.
He re-leído hace poco los volúmenes dedicados a la restauración y al primer tercio del siglo XX de la monumental historia de España dirigida por Tuñón de Lara y publicada por Labor. Los autores ponen de manifiesto la idea de que al inicio del siglo XX, sobre todo después de la muerte de Cánovas, el sistema que tan eficaz había sido para mantener la alternancia de los partidos conservador y liberal durante 40 años, se convierte en inútil porque no es capaz de integrar los dos acontecimientos mas importantes y novedosos que aparecen en la España de aquella época: el desarrollo del movimiento obrero y la aparición de los nacionalismos. Lejos de encontrar el mecanismo de responder a estas nuevas realidades sociales e integrarlas en el sistema político vigente, los partidos de Cánovas y Sagasta –ya sin Cánovas ni Sagasta- continúan con la monótona alternancia de partidos en el poder y con gobiernos cada vez mas débiles y más efímeros. Se produce un distanciamiento cada vez más progresivo entre la “clase política” y la “calle”.
No puedo evitar las comparaciones entre aquella época y la nuestra. El problema territorial de la España invertebrada sigue tan espinoso o más que hace un siglo. La transición democrática hizo una serie de concesiones, que en su momento se consideraron necesarias para poner en marcha un proceso, sin duda, erizado de dificultades. Los políticos con responsabilidades prefirieron aceptar las reivindicaciones, muchas veces peregrinas, de cualquier cacique territorial –Segovia estuvo a punto de ser reconocida como comunidad autónoma independiente- que aprovechar la ola de internacionalismo que se produjo con la adhesión a la Comunidad Europea para imponer un modelo de gestión basado en la racionalidad.
Ahora tenemos 17+2 gobiernos autonómicos, 17+2 parlamentos regionales, 17+2 tribunales superiores de justicia, 17 sistemas de salud, muchas veces inconexos y con frecuencia no equivalentes. Esta división territorial absurda no ha acabado con la espiral de las reclamaciones pues cada concesión trae aparejada una nueva solicitud. Ha abolido de hecho el principio de libre circulación de los trabajadores y de los profesionales existente en la Comunidad Europea, pues los requisitos para trabajar como médico, o como maestro, como juez o como bombero, como notario o como enfermera, son distintos en Madrid y en La Rioja, en Andalucía y en Cataluña, en Canarias y en el País Vasco. Ese despropósito autonómico ha encarecido el gasto público, disminuido la eficacia, creado una clase política numerosa y privilegiada, y aumentado de forma espectacular el número de restaurantes con estrellas Michelin en las capitales de las 17 +2 comunidades autónomas.
Se ha producido una sustracción del papel de la sociedad civil por parte de una clase política que, aunque prescindiéramos de los numerosos casos de corrupción, es muy numerosa, bien mantenida, goza de numerosos privilegios, recibe sueldos institucionales a los que las mayoría de sus componentes no podrían aspirar en base a su capacidad personal, nivel educativo y méritos; y en muchos mas casos que menos simultanea, sin pudor, la actividad parlamentarias con otras ocupaciones lucrativas. La clase política, por lo general, carece de ideología pero no de intereses de cuerpo, solo se empeña en vituperar al contrario; actúa con prepotencia y arrogancia; goza de un enorme margen de discrecionalidad; ocupa un espacio desproporcionado a su verdadera importancia en los medios; y cuando se retira de la vida pública –y a veces estando en ella- deviene miembro de consejos de administración de grandes empresas con sueldos multimillonarios de estrella mediática, deportista de élite o cantante de fama. ¿Cómo podemos suponer que los jóvenes mil-euristas, que tienen una formación superior a la de generaciones anteriores, un empleo inseguro, y una sensación de incertidumbre continua, van a integrarse en el sistema?.
De modo que lo que estamos viendo es que los jóvenes cada vez votan menos, a pesar del lavado del cerebro de las campañas electorales; que estatutos de autonomía que han supuesto meses de trifulcas y negociaciones no importan a nadie y son refrendados tan solo por el silencio. Esta farsa cada vez nos interesa menos. Y, cuando eso ocurre, lo primero que se desmoviliza es la izquierda.
¿Qué puede ocurrir con la crisis?. Lo que sería deseable es que la crisis económica sirviera de revulsivo para poner patas arriba el sistema. Se ha producido ya el primer paso. Los grandes ejecutivos de las grandes empresas, esos que se benefician de sueldos y privilegios millonarios, los que reciben sueldos y primas equivalentes a los de centenares de trabajadores, que antes se consideraban rol-models del éxito, personajes a imitar, empiezan a ser denigrados y, en algún caso, por desgracia todavía demasiado infrecuente, han comenzado a sentirse amenazados. Cabe confiar en que si la crisis se alarga esa percepción se extienda a los deportistas de élite, que tienen sus residencias en paraísos fiscales, en los que no pagan impuestos; a los políticos derrotados que se lamen las heridas en los consejos de administración; a los pícaros de toda clase y condición que mantienen sus privilegios a costa del resto de la pobre gente. Si eso ocurriera, si la crisis sirviera para convertir a héroes en villanos, tendría algún aspecto positivo.
lunes, 1 de diciembre de 2008
Las ginecólogos
Acabo de volver de Barcelona de la reunión anual nacional de nuestra sociedad médica que se celebra este, por sexagésima vez, de manera continuada, y desde mi punto de vista con gran acierto, en aquella ciudad. Empecé a ir a esas reuniones hace 38 años. Al principio, cuando yo era residente, íbamos en el coche de nuestro tutor, nuestro querido José González Elipe, quien nos recogía en Madrid a eso de las 10 de una mañana fría de diciembre y conducía sin decir palabra hasta la Almunia de Dña. Gomina -perdón, Godina-, donde solíamos repostar todos, el coche, gasolina y el propio Dr. Elipe, un caldero de alubias blancas, con todo tipo de aderezo propio del plato, seguido de un par de huevos de corral aderezados de derivados del cerdo, no precisamente pobres en colesterol. Después de semejante carga, digna de un abad, el Dr. Elipe solía volver a ponerse a los mandos del coche y no volvía a parar hasta el Bruch o la Panadella, para estirar un poco las piernas, y de allí seguido a Barcelona donde solíamos llegar justo para la cena.
Nos alojábamos en el Casal de Metge, al principio de la vía Layetana, donde contábamos las horas de la noche por las campanadas de la catedral, luego en el nuevo edificio del Paseo de la Bonanova. Compartíamos habitación dos personas, el Dr. Elipe y yo casi siempre juntos, y los otros dos residentes compinchados y juntos, huyendo de las exigencias del maestro. Antes de eso el Dr. Elipe nos llevaba a cenar, si era posible a Can Costa a la Barceloneta, donde se trajinaba la mitad de la población de crustaceos del Mediterraneo, y luego al Molino, en el Paralelo. A eso de la media noche, cuando los jóvenes estábamos agotados, el Dr. Elipe se ponía a jugar unas partidas de máquinas diabolicas en las que a toda costa había que evitar que una bola de acero, cumpliendo las leyes de la gravedad, se colara por un agujero, mediante la pulsión frenética y a veces el pataleo de los resortes y aún del conjunto de la máquina entera. Pero cuando volvíamos a nuestra residencia, a eso de las dos de la mañana, nos faltaba lo peor. El Dr. Elipe nos hacía ensayar las comunicaciones científicas que íbamos a presentar al día siguiente, y el ensayo podía durar horas, hasta que el quedaba satisfecho. Dormir poco o nada no era considerado un problema. Por el contrario, entre nosotros existía la convicción de que hacer una buena presentación científica después de haber dormido bién no tenía mérito; lo realmente bueno era hacerlo bien sin haber dormido y, preferiblemente, después de una noche de juerga.
Por supuesto que el Dr. Elipe corría con todos los gastos y que no recibíamos financiación de la industria farmacéutica. Ahora, por el contrario, cualquier residente de tres al cuarto, viaja en avión o en AVE, se aloja en un hotel de 4 o mas estrellas, y tiene invitaciones a cenas o comidas de lujo con carácter gratuito, gracias a la des?-interesada ayuda de la industria farmacéutica. Y a nadie parece preocuparle este tipo de relaciones.
Durante la reunión de la sociedad tengo al oportunidad de charlar con algunos de mis antiguos residentes. Los hay de todos tipos. Brillantes, que trabajan en el extranjero, viviendo modestamente, como jóvenes, con pareja y con familia, como Elena Meseguer, que lleva varios años en Paris, con su marido y su hijo, luchando como hemos hecho todos; y otros, mas mediocres, que ya han encontrado un hueco en el sistema sanitario español, que no se plantean cuestiones trascendentes, que aceptan de forma callada los 3000 euros que ganan al mes, sin poner en cuestión el tipo de práctica que realizan.
Uno de mis antiguos resis, XM, que trabaja en el hospital de Arganda, me da su punto de vista sobre las ginecólogos de aquel hospital. Lo que me cuenta es algo preocupante. Por una parte me dice que la reivindicación se debe a varias cosas entre otras que los ginecólogos creen -y ella está de acuerdo- que en aquél hospital debe haber dos de sus miembros de guradia porque si uno tiene alguna intervención urgente, por ejemplo una cesárea, necesita ayuda de otro compañero de otra especialidad y no queda nadie disponible para cualquier otra urgencia que pueda ocurrir. El problema es que ese hospital, según los cálculos de XM, tiene unos 2000 partos al año, es decir entre 5 y 6 diarios, de los que la mayoría deben ser normales. De modo que pedir dos ginecólogos de guardia para esos números parece como pedir la luna, algo que con toda seguridad, esos mismos ginecólogos no exigirían cuando trabajan en clínicas privadas. El problema está en que para ese volumen de partos no debería haberse abierto un servicio de Ginecología y que haberlo hecho, en lugar de desviar las mujeres a otro centro, ubicado unos pocos kilómetros mas lejos, a menos de media hora de coche, es un puro ejercicio de demagogia.
Lo que también me cuenta XM es las presiones que recibe de la administración sanitaria. El tenía un suplemento de productividad por el que cobró 1000 € el primer trimestre. En el segundo la dirección estimó que había solicitado mas pruebas diagnósticas de las necesarias y le suprimieron el plus económico. También tiene una cuota de prescripción por la que no puede recomendar determindados tratamientos considerados caros mas que a un pequeño número de pacientes. Por ejemplo, me dice que está autorizado a prescribir tratamiento con interferón a dos pacientes al año. Con una sonrisa triste me dice que si los pacientes tienen problema en los primeros meses del año puede tratarlos pero que ¡ay de aquellos que tengan brotes a partir del verano!.
Nos alojábamos en el Casal de Metge, al principio de la vía Layetana, donde contábamos las horas de la noche por las campanadas de la catedral, luego en el nuevo edificio del Paseo de la Bonanova. Compartíamos habitación dos personas, el Dr. Elipe y yo casi siempre juntos, y los otros dos residentes compinchados y juntos, huyendo de las exigencias del maestro. Antes de eso el Dr. Elipe nos llevaba a cenar, si era posible a Can Costa a la Barceloneta, donde se trajinaba la mitad de la población de crustaceos del Mediterraneo, y luego al Molino, en el Paralelo. A eso de la media noche, cuando los jóvenes estábamos agotados, el Dr. Elipe se ponía a jugar unas partidas de máquinas diabolicas en las que a toda costa había que evitar que una bola de acero, cumpliendo las leyes de la gravedad, se colara por un agujero, mediante la pulsión frenética y a veces el pataleo de los resortes y aún del conjunto de la máquina entera. Pero cuando volvíamos a nuestra residencia, a eso de las dos de la mañana, nos faltaba lo peor. El Dr. Elipe nos hacía ensayar las comunicaciones científicas que íbamos a presentar al día siguiente, y el ensayo podía durar horas, hasta que el quedaba satisfecho. Dormir poco o nada no era considerado un problema. Por el contrario, entre nosotros existía la convicción de que hacer una buena presentación científica después de haber dormido bién no tenía mérito; lo realmente bueno era hacerlo bien sin haber dormido y, preferiblemente, después de una noche de juerga.
Por supuesto que el Dr. Elipe corría con todos los gastos y que no recibíamos financiación de la industria farmacéutica. Ahora, por el contrario, cualquier residente de tres al cuarto, viaja en avión o en AVE, se aloja en un hotel de 4 o mas estrellas, y tiene invitaciones a cenas o comidas de lujo con carácter gratuito, gracias a la des?-interesada ayuda de la industria farmacéutica. Y a nadie parece preocuparle este tipo de relaciones.
Durante la reunión de la sociedad tengo al oportunidad de charlar con algunos de mis antiguos residentes. Los hay de todos tipos. Brillantes, que trabajan en el extranjero, viviendo modestamente, como jóvenes, con pareja y con familia, como Elena Meseguer, que lleva varios años en Paris, con su marido y su hijo, luchando como hemos hecho todos; y otros, mas mediocres, que ya han encontrado un hueco en el sistema sanitario español, que no se plantean cuestiones trascendentes, que aceptan de forma callada los 3000 euros que ganan al mes, sin poner en cuestión el tipo de práctica que realizan.
Uno de mis antiguos resis, XM, que trabaja en el hospital de Arganda, me da su punto de vista sobre las ginecólogos de aquel hospital. Lo que me cuenta es algo preocupante. Por una parte me dice que la reivindicación se debe a varias cosas entre otras que los ginecólogos creen -y ella está de acuerdo- que en aquél hospital debe haber dos de sus miembros de guradia porque si uno tiene alguna intervención urgente, por ejemplo una cesárea, necesita ayuda de otro compañero de otra especialidad y no queda nadie disponible para cualquier otra urgencia que pueda ocurrir. El problema es que ese hospital, según los cálculos de XM, tiene unos 2000 partos al año, es decir entre 5 y 6 diarios, de los que la mayoría deben ser normales. De modo que pedir dos ginecólogos de guardia para esos números parece como pedir la luna, algo que con toda seguridad, esos mismos ginecólogos no exigirían cuando trabajan en clínicas privadas. El problema está en que para ese volumen de partos no debería haberse abierto un servicio de Ginecología y que haberlo hecho, en lugar de desviar las mujeres a otro centro, ubicado unos pocos kilómetros mas lejos, a menos de media hora de coche, es un puro ejercicio de demagogia.
Lo que también me cuenta XM es las presiones que recibe de la administración sanitaria. El tenía un suplemento de productividad por el que cobró 1000 € el primer trimestre. En el segundo la dirección estimó que había solicitado mas pruebas diagnósticas de las necesarias y le suprimieron el plus económico. También tiene una cuota de prescripción por la que no puede recomendar determindados tratamientos considerados caros mas que a un pequeño número de pacientes. Por ejemplo, me dice que está autorizado a prescribir tratamiento con interferón a dos pacientes al año. Con una sonrisa triste me dice que si los pacientes tienen problema en los primeros meses del año puede tratarlos pero que ¡ay de aquellos que tengan brotes a partir del verano!.
Marisa
Marisa es mi librera. Es una mujer pequeña, fuerte, que fuma como un carretero -¿por qué diremos que los carreteros fuman tanto?. Quizás la soledad durante el viaje produce tendencia a fumar- y que tiene un voz aguardentosa que en nada envidiaría a la un sujeto que se desayune con Cazalla. Marisa ha sido un entusiasta vendedora de mis libros a mis paisanos colmenareños y a veces me ha pagado en especie, con archivadores y carpetillas a cambio de libros. Ahora, como hace mucho que no escribo en letra impresa sino solo en el blog, mis cuentas con Marisa se han desequilibrado a su favor, de modo que, cuando fui a comprar material de oficina para ordenar la burocracia que me ha acarreado mi mal querida presidencia de la comunidad de vecinos, he tenido que pagarle, no en especie o mediante trueque, sino con dinero de “vellón”.
Mientras me devuelve el sobrante de un billete de 50 € Marisa me pregunta, esperanzada, si creo que están teniendo lugar cambios positivos en el área de la sanidad pública. Ella ha leído algo sobre la crisis del departamento de Ginecología del Hospital de Arganda y considera que, el hecho de que todos los miembros de una especialidad de un hospital nuevo se hayan plantado ante las autoridades sanitarias, hasta el punto de obligar a cerrar ese servicio, le hace pensar que puede estar ocurriendo un cambio importante en la postura de los profesionales, que pasarían de pasivos a comprometidos en la defensa de los pacientes.
Lamentablemente, le digo a Marisa, no tengo datos que me permitan confirmar o rechazar sus suposiciones. Podría ocurrir muy bien lo que ella dice, que los profesionales, o al menos un grupo de vanguardia de ellos, hayan decidido enfrentarse a la administración en defensa de los intereses de los pacientes; pero también podría ocurrir que un grupo de profesionales, en una posición favorable desde el punto de vista del mercado, con una demanda de médicos mayor que la de la oferta, hubiera decidido reclamar una serie de reivindicaciones meramente corporativistas, absolutamente legítimas, pero en ningún modo altruistas: mas personas para el mismo trabajo, mas guardias y –por tanto- mas ingresos con menor esfuerzo personal, etc.. Es muy difícil juzgarlos desde fuera pero la mayor parte de la contestación médica a las medidas de la consejería de la Comunidad de Madrid están impregnadas de sindicalismo médico, no de defensa de los intereses de los ciudadanos. Por otra parte, ¿ a quién podría sorprenderle esto?. Los médicos somos ciudadanos normales y tenemos nuestros intereses corporativos. No tendríamos por qué avergonzarnos de esto. De lo que si tenemos que sentir vergüenza es de poner los intereses de los ciudadanos por detrás de los nuestros, de convertirnos en cómplices de la administración cuando nos interesa en lugar de dejar claro, en todo momento, que somos independientes.
Le explico a Marisa que la sanidad pública requiere, no solo una mejor gestión de recursos que la que ahora existe, sino también un gran incremento presupuestario. Que no hay que engañar a la gente, que la calidad de la asistencia que ahora recibimos se debe a que el personal sanitario está mal pagado y, por tanto, sujeto a mis corruptelas y tolerancias inexcusables, y a que las familias cargan con un peso insoportable de muchas enfermedades en las que el cuidado fundamental debería recaer en la sociedad. Marisa me dice que ella estaría dispuesta a pagar más impuestos por una sanidad de mayor calidad. Pero ¿cuántas personas compartirían esa disposición?
Mientras me devuelve el sobrante de un billete de 50 € Marisa me pregunta, esperanzada, si creo que están teniendo lugar cambios positivos en el área de la sanidad pública. Ella ha leído algo sobre la crisis del departamento de Ginecología del Hospital de Arganda y considera que, el hecho de que todos los miembros de una especialidad de un hospital nuevo se hayan plantado ante las autoridades sanitarias, hasta el punto de obligar a cerrar ese servicio, le hace pensar que puede estar ocurriendo un cambio importante en la postura de los profesionales, que pasarían de pasivos a comprometidos en la defensa de los pacientes.
Lamentablemente, le digo a Marisa, no tengo datos que me permitan confirmar o rechazar sus suposiciones. Podría ocurrir muy bien lo que ella dice, que los profesionales, o al menos un grupo de vanguardia de ellos, hayan decidido enfrentarse a la administración en defensa de los intereses de los pacientes; pero también podría ocurrir que un grupo de profesionales, en una posición favorable desde el punto de vista del mercado, con una demanda de médicos mayor que la de la oferta, hubiera decidido reclamar una serie de reivindicaciones meramente corporativistas, absolutamente legítimas, pero en ningún modo altruistas: mas personas para el mismo trabajo, mas guardias y –por tanto- mas ingresos con menor esfuerzo personal, etc.. Es muy difícil juzgarlos desde fuera pero la mayor parte de la contestación médica a las medidas de la consejería de la Comunidad de Madrid están impregnadas de sindicalismo médico, no de defensa de los intereses de los ciudadanos. Por otra parte, ¿ a quién podría sorprenderle esto?. Los médicos somos ciudadanos normales y tenemos nuestros intereses corporativos. No tendríamos por qué avergonzarnos de esto. De lo que si tenemos que sentir vergüenza es de poner los intereses de los ciudadanos por detrás de los nuestros, de convertirnos en cómplices de la administración cuando nos interesa en lugar de dejar claro, en todo momento, que somos independientes.
Le explico a Marisa que la sanidad pública requiere, no solo una mejor gestión de recursos que la que ahora existe, sino también un gran incremento presupuestario. Que no hay que engañar a la gente, que la calidad de la asistencia que ahora recibimos se debe a que el personal sanitario está mal pagado y, por tanto, sujeto a mis corruptelas y tolerancias inexcusables, y a que las familias cargan con un peso insoportable de muchas enfermedades en las que el cuidado fundamental debería recaer en la sociedad. Marisa me dice que ella estaría dispuesta a pagar más impuestos por una sanidad de mayor calidad. Pero ¿cuántas personas compartirían esa disposición?
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