Los seres vivos, igual que las sociedades, nacen, crecen, maduran, decaen y mueren. Y lo que invierte los signos del proceso, tanto en unos como en otros, son los instrumentos que se ponen en marcha para ayudar al individuo o al colectivo a desarrollarse, si estos acaban por hacerse con el control del sujeto y lo matan. Las sociedades ponen en marcha leyes y normas cuya finalidad es ayudar a que la sociedad se desarrolle. El problema ocurre cuando las normas se convierten en absolutos que se sobreponen al objetivo fundamental de los que las crearon: ayudar a que se desarrollen las relaciones entre los miembros. A veces se procede a aplicar formalmente las normas, prescindiendo u oponiendose al espíritu de las mismas. Ese fruto de la decadencia se llama hipocresia.
Hipocresía es la manera de actuar de nuestro sistema sanitario en relación con el aborto terapéutico. Se aprobó una ley restrictiva y llena de temores durante los años de la transición. Se hizo de una manera hipócrita, porque no se quiso reconocer el derecho a la mujer a su propio cuerpo y la ausencia de caracter personal del nasciturus, como buscando pretextos y justificaciones que hubieran sobrado si se hubieran aplicado en puridad los principios éticos de una manera de entender al hombre que no tiene por qué someterse a los conceptos religiosos de una parte de nuestra sociedad, por muy numerosa que haya sido o influyente que todavía sea. Y se aplicó de una manera aún mas mezquina, condenando a la clandestinidad de las clínicas privadas, a las mujeres que ejercieran derechos consagrados por leyes. Otra conducta hipócrita: aceptamos el aborto como un derecho pero no nos responsabilizamos de asegurar que la gente pueda ejercerlo libremente en el sistema público de salud.
Las noticias que nos traen los periódicos sobre mujeres cuyos embriones han sido diagnosticados de graves lesiones en hospitales del sistema público y que, para ejercer su derecho al aborto terapéutico, para ejercer el acto piadoso de ahorrar a un potencial y futuro ser humano la desgracia, la invalidez, la incapacidad, el dolor y la muerte, han tenido que irse al extranjero o a una clínica privada, en la cual han sido objeto de persecución policial, nos hacen pensar que nuestra sociedad no solo ha llegado ha llegado a la hipocresia de ocultar el fondo de las cosas y quedarse en la superficie de las normas sino que también hemos llegado al borde de la decadencia, en el que las normas que nos hemos dado para ayudarnos en nuestra convivencia empiezan a enseñorearse de nosotros y a amargarnos la vida.
Ha llegado el momento de afrontar las cosas como son. Una buena parte de nosotros no compartimos los principios de un determinado grupo religioso-social por muy influeynte que este sea. Pensamos que la vida humana debe ser sagrada. Pero, por eso mismo, estimamos que es mas inviolable la vida de una persona, con capacidad intelectual normal, condenada a muerte por un sistema judicial, de las características que sea, en cualquier país del mundo, que la de un sujeto en estado vegetativo persistente o con un deterioro grave e irreversible de su capacidad para vivir su vida como un ser humano. Y pensamos así, precisamente, porque la primera vida es mas humana. Y opinamos que es mas inmoral arriesgar la vida de las personas, predicando contra los anticonceptivos físicos, en cuya ausencia sabemos que se extiende el SIDA como un fuego, que asola medio mundo, que permitiendo que la gente aborte huevos fecundados cuyo caracter de persona o de ser humano no es real sino solo en potencia.
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