Viene a verme una señora de Bilbao con sospecha de demencia. Se trata de una ancianita frágil de 76 años, de piel transparente y ojos claros, que me mira con cautela. Fue a la escuela hasta los 14 años, se casó a los 20, tuvo una única hija a los veintiuno y se quedó viuda a los 39. Ese mismo año la hija cumplió 18 y se vino a Madrid, de donde no se ha movido, a estudiar enfermería. La madre completó su escasa pensión de viudedad con algunos pequeños trabajos como cuidar niños o coser ropa para una fábrica.
Mi paciente empezó a tener problemas de memoria hace 4 o 5 años. Al principio olvidaba fechas, los lugares donde había dejado las cosas; después comenzó a olvidar los nombres de las personas y los ingredientes de las recetas de cocina. También empezó a comer poco. Le encontraron una anemia y una deficiencia de vitamina B12. La trataron y mejoró pero al cabo de uno o dos años la mejoría había desaparecido.
La hija me dice que la madre ha empezado a cambiar sus rutinas diarias, a ser incapaz de realizar tareas que antes consideraba sencillas, a dejar de comer y de arreglarse. Lo que mas le preocupa es que en las últimas semanas ha presentado alteraciones perceptivas.
- “¿Qué quiere decir con eso”, le pregunto.
- “ Mire, doctor, hace unos días no quería cambiarse de ropa en comedor porque estaba la televisión encendida. Creia que el presentador podría verla”.
¡Pobre mujer!. No me refiero a la madre demente sino a la hija enfermera. No sabe la pobrecilla que, efectivamente, nos miran. Se nos meten en nuestras casas y saben no solo todo lo que hacemos sino incluso lo que pensamos. Saben en qué gastamos nuestro dinero, qué programas de televisión vemos. Nos miran continuamente y lo saben todo de nosotros.
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